Guayacán es el nombre común con el que se conoce a varias especies de árboles nativos de América, pertenecientes a los géneros Tabebuia, Caesalpinia, Guaiacum y Porlieria. Todas las especies de guayacán se caracterizan por poseer una madera muy dura. Es justamente por esa característica que reciben el nombre de guayacán, aun cuando no guarden relación de parentesco entre sí.

sábado, 29 de agosto de 2015

Algunos datos de la Cuba que dejó el tirano Fulgencio Batista


¿Qué fue la dictadura de Fulgencio Batista?
La mafia terrorista y batistiana de Miami quiere trocar la historia. Convertir a los asesinos en buenas gentes. Pasar la página, como si la tragedia, el dolor, el luto, la Isla ensangrentada por aquellos bárbaros, pudiera borrarse de un plumazo. ¿Qué fue Batista para Cuba? La centenaria revista Bohemia circuló en aquellos primeros días de enero de 1959 con tres ediciones de La Libertad. De la segunda edición, reproducimos este Editorial que lo explica todo
AHORA que la dictadura ha sido abatida y están en fuga, en la cárcel o muertos sus máximos responsables, desfilan como imágenes de pesadilla los hechos vandálicos perpetrados por aquella pandilla de facinerosos que en una madrugada aciaga se habían adueñado por la fuerza del poder. Consterna ver hasta qué punto esa gente vulneraba los más elementales principios de la convivencia humana.

Así aparecían nuestros mártires, cuyos asesinatos enlutaban a Cuba casi todos los días.

Nada sagrado hubo para aquella satrapía grotesca a la vez que trágica. La vida dejó de tener valor tanto en lo físico como en lo moral; la libertad fue sistemáticamente violada; la dignidad de la persona escarnecida. El déspota y su camarilla actuaban como si la República fuese un feudo y ellos los señores de horca y cuchillo que tenían bajo su bota al pueblo.
Durante dos años inacabables la censura impidió que se proclamasen urbi et orbi aquellos horrores. Había que leer las hojas clandestinas de la Revolución o escuchar las transmisiones de la Radio Rebelde, que llegaron a ser el evangelio cotidiano de la ciudadanía, para estar al tanto de los bárbaros métodos de represión puestos en práctica por el batistato con objeto de sostenerse a todo trance en el poder. Ahora las pruebas y los testimonios durante ese tiempo acumulados están a la vista de todos. Porque es inútil tratar de encubrir el crimen. Las heridas de los mártires son como voces que denuncian aquella salvajada y claman justicia. Ahí están los muertos enterrados sin identificación y cuyos restos aparecen ahora revueltos con la tierra en fosas improvisadas; ahí están los torturados que muestran en sus cuerpos las huellas del suplicio a que fueron sometidos; ahí están los vejados y apaleados por la policía política del tirano; ahí están los que tuvieron que desterrarse para no morir en las garras de los esbirros; ahí están los despojados, los humillados, los vilipendiados, los perseguidos en ellos y en sus familias porque osaban desear para su Patria una vida libre, justa y decorosa. Mientras el dictador y su clan saqueaban el tesoro y se repartían la Isla como una heredad propia, los matarifes a su servicio se dedicaban, con refinamiento, con sevicia, a torturar y a matar. Era la más perfecta combinación de robo y asesinato que ha conocido la República.
Es increíble que la bestia humana pueda llegar a esos extremos de crueldad. Ni el lobo ni el chacal muestran tanta fiereza como el hombre cuando a este lo ciegan la ambición y la codicia. Tal fue el caso de Batista. Había tomado el poder el 10 de marzo de 1952 por asalto, con el único y exclusivo propósito de entrar a saco en la hacienda pública, de amasar millones a través de los más turbios negocios, aunque ello implicase matar a miles de cubanos, arruinar a la nación y sembrar el caos. Pocas veces en la historia se ha dado un caso tan notorio de insolencia y maldad.
La literatura de la Segunda Guerra Mundial está llena de páginas espeluznantes. Se narran en ellas las atrocidades cometidas por los cuerpos de represión de Hitler. Los campos de concentración con sus cámaras de tormento, con sus experimentos infrahumanos, han quedado para siempre grabados en la conciencia de la humanidad como una demostración de lo que es capaz de hacer un vesánico para satisfacer sus ansias delirantes de dominación mundial.
Pues bien, los cubanos no tenemos por qué asombrarnos, de Dachau y de Lídice. También aquí se padecieron esos horrores. También aquí hubo asesinatos en masa, delaciones, torturas, persecuciones sistemáticas, vejamen a la dignidad humana. Y es que formas de gobierno análogas engendran métodos semejantes. En Cuba había implantado Batista un régimen totalitario a imagen y semejanza del hitleriano. Yuguló la voluntad popular, hizo trizas la Constitución, convirtió al Poder Legislativo y al Poder Judicial en instrumentos dóciles de su gobierno, burló al pueblo en dos simulacros de elecciones y se rió grotescamente de todos los esfuerzos que cubanos de buena voluntad hicieron reiteradas veces para hallarle un desenlace sin sangre al drama nacional. No se puede subyugar a un pueblo que ama la libertad como no sea sembrándolo de cadáveres. Batista no vaciló en hacerlo. La vida de sus compatriotas no valía nada en comparación con su empecinada voluntad de poder. Se propuso exprimir la República, sacarle todo su rendimiento en provecho propio y no titubeó ante nada con tal de realizar sus designios. Jamás se había adueñado de la gobernación del país un momento de menos escrúpulos ni de mayor crueldad.
Durante siete años ha padecido Cuba este azote. Las imágenes de ese septenio desfilan como una pesadilla ante nuestros ojos. Todo eso es verdad, aunque parezca mentira. Todo eso ha pasado en una tierra que tiene justa fama de risueña, de civilizada, de amable. Los cubanos llegamos a perder hasta nuestro tradicional buen humor, ya no era necesario que los comités de Resistencia Cívica aconsejasen al pueblo que se abstuviese de toda diversión mientras la juventud se inmolaba en la manigua.
El pueblo espontáneamente se retraía porque experimentaba muy en lo hondo el luto de tantos hogares, porque la angustia de la Patria era su propia angustia. Las tiranías prolongadas modifican la faz de las naciones; lo que no pueden modificar, lo que permanece intacto a despecho de todas las represiones deformadoras, es el heroísmo que vibra en la entraña del pueblo. Con él no contó Batista. Fue ese heroísmo, personificado en la Sierra Maestra y en las montañas del Escambray, el que salvó a Cuba.
Esto nos conforta en medio del desolado panorama que el despotismo ha dejado como toda herencia a las nuevas generaciones. El heroísmo y el espíritu de sacrificio demostrados en la lucha tienen que prolongarse y perseverar en la paz. Como muy bien ha dicho Fidel Castro, es ahora cuando empieza la etapa más difícil de la Revolución, la etapa constructiva. Porque la Revolución no es algarada ni mucho menos anarquía. La revolución es un orden nuevo, un orden más justo, más humano, más digno, que todos estamos en la obligación de propiciar y mantener. Si queremos emular a los héroes de la guerra y hacernos dignos de los mártires que dieron su vida por la libertad, estamos en el deber imperioso de colaborar a la obra de la reconstrucción nacional sin esperar recompensa alguna, como un compromiso sagrado para con la Patria.
El pasado ha quedado atrás con todo su horror. Frente a él no cabe hablar de venganza, pero sí de justicia. Hay que hacer un escarmiento para que ese pasado no vuelva, para que esas estampas de crimen y latrocinio no empañen nuevamente nuestra historia. Esa es una tarea que la Revolución está llevando a cabo y a la cual deberá dar término cuanto antes con espíritu justiciero, serena y elevadamente. Y cuando ese capítulo se cierre, a emprender todos la obra ingente de levantar otra vez la Patria sobre las ruinas del despotismo y de crear en el país un ambiente tal de democracia, de libertad y de justicia que jamás pueda germinar en el suelo generoso de la República la mala semilla sembrada a voleo por Batista y sus congéneres.
La hora de Batista

Aquel complot castrense  trajo consigo la hora de Batista, sargento taquígrafo convertido a la sazón en “jefe de todas las fuerzas armadas de la República”  y a quien le colocaron (¿o se colocó?) las insignias de coronel. Con éxito había alcanzado su primer paso.
Luego se hundiría en la traición. Acudió presuroso y en secreto a entrevistarse con Benjamín Sumner Wells, embajador del imperio en la Isla. No fue el único encuentro con ese funcionario yanqui ni con su sucesor Jefferson Caffery. Desde entonces conspiró para consolidar sus ambiciones. Como quien firma un pacto con el diablo, Washington lo consideró su “hombre fuerte” en materia de traiciones y dictaduras.
Los hechos han corroborado la vileza de Batista. Ordenó masacrar al pueblo de La Habana durante el frustrado entierro de las cenizas del líder comunista Julio Antonio Mella, en septiembre de 1933, fue figura determinante en el derrocamiento del gobierno de Grau mediante un cuartelazo en enero de 1934, contribuyó a ahogar en sangre la huelga general de marzo de 1935 y ordenó el asesinato del líder Antonio Guiteras ese mismo año.
Cuando el 10 de marzo de 1952 dio un golpe de Estado que pisoteó la Constitución de la República y eliminó la democracia representativa en el país, tuvo el beneplácito del vecino del norte acompañado de la asesoría militar de la poderosa nación.
Convertido en Mayor General por sus “servicios” a la patria, instauró uno de los regímenes dictatoriales más sangrientos de América Latina, al estilo de Somoza, en Nicaragua; Stroessner, en Paraguay o Pinochet en Chile, por citar algunos ejemplos.
En 1953, cuando el joven abogado Fidel Castro Ruz pronunció su histórico alegato La historia me absolverá, dijo: “lo que le importa a Batista no es proteger al ejército, sino que el ejército lo proteja a el.”
Por eso, en su orgía de sangre y horror a lo largo de casi siete años, estuvo rodeado y amparado por una jauría de connotados asesinos como Esteban Ventura, Pilar García, Conrado Carratalá y muchos otros ejecutores de crímenes y torturas.
Batista tuvo siempre un desmedido afán por hacerse rico. A cualquier precio. Si tenía que asesinar, robar, malversar o corromper, lo hacía sin miramientos.
Es sabido que cuando huyó precipitadamente hacia República Dominicana en la madrugada del Primero de enero de 1959, uno de sus cómplices llevaba en un maletín 3 millones de dólares en efectivo, cifra que no le alcanzó para tributarle al sátrapa Leónidas Trujillo el pago de diversas deudas, entre ellas, la compra de armas para combatir –infructuosamente- a las fuerzas guerrilleras en la Isla.
Ese fue el Batista que desafortunadamente irrumpió en la palestra pública hace 75 años. El mismo a quien hoy en Miami la mafia terrorista y devotos batistianos le rinden culto en los medios masivos de esa ciudad norteamericana y organizan celebraciones con el pretendido fin de cambiar la historia.
Algunos datos de la Cuba que dejó el tirano Fulgencio Batista
En 1958, el 8% de los propietarios poseían más del 70% de las tierras, incluidos los latifundistas yankis.
Al triunfar, la Revolución encontró una deuda exterior ascendente a 788 millones de dólares. Una balanza comercial desfavorable con Estados Unidos que alcanzaba a 603,4 millones de dólares.
Esta crisis permanente de la economía cubana se reflejaba en los 549 000 desocupados de una fuerza de trabajo calculada en dos millones 204 mil. Las cifras de desocupados son mayores si se contabilizan los desocupados transitoriamente, así como aquellos que desempeñaban trabajos ocasionales a destajo, como es el caso de cerca de 700 000 trabajadores eventuales azucareros que pasaban hambre y miseria durante el terrible “tiempo muerto”, al trabajar escasamente tres meses durante la zafra azucarera.
En 1958, la población cubana ascendía a 6 millones 547 mil habitantes. El gasto público de la seguridad social de ese año fue de 114,7 millones (hoy, con las últimas decisiones, es de más de 4 500 millones).
En 1958 prestaban servicios en la Salud Pública 8 209 trabajadores (ahora pasan de 500 000) y el gasto público, por concepto de Salud Pública, era de 22,7 millones de pesos (hoy, ese es el gasto de un municipio promedio).
Un solo indicador: la tasa de mortalidad infantil era superior a 60 niños muertos por cada 1 000 nacidos vivos (ahora con casi el doble de población es de 5,3). La expectativa de vida no pasaba de 55 años (ahora, es de 77 en los hombres y 78 años en las mujeres).
En 1958, había dos millones de analfabetos y semianalfabetos, un tercio de los pobladores de entonces. La población mayor de 15 años tenía un nivel educacional promedio inferior a 3 grados. Solo el 15% de los jóvenes entre 15 y 19 años recibían algún tipo de educación. Más de 600 000 niños estaban sin escuelas. El gasto público por concepto de Educación era de 77 millones de pesos (eso es lo que gasta hoy un municipio promedio).

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