Guayacán es el nombre común con el que se conoce a varias especies de árboles nativos de América, pertenecientes a los géneros Tabebuia, Caesalpinia, Guaiacum y Porlieria. Todas las especies de guayacán se caracterizan por poseer una madera muy dura. Es justamente por esa característica que reciben el nombre de guayacán, aun cuando no guarden relación de parentesco entre sí.

sábado, 29 de agosto de 2015

Un relato de Fidel

23 de julio de 1961
Un relato de Fidel
Los crímenes de la tiranía por el asalto al Moncada
 En la prisión, después del asalto al Moncada, Fidel Cas­tro escribió un relato estremecedor de los sucesos que siguie­ron al heroico episodio. Trátase de un folleto, que en aquella época circuló clandestinamente, donde el jefe del movi­miento describió “con la sangre de sus hermanos muertos” todos los horrores de la tragedia. Por primera vez se dio a conocer la relación exacta de los asaltantes muertos, muchos de los cuales -la inmensa mayoría-, como bien dice Fidel, fueron salvajemente torturados y asesinados después por los esbirros de la tiranía batistiana
“MANIFIESTO A LANACIÓN
Isla de Pinos Dic. 12 de 1953

Con la sangre de mis hermanos muertos, escribo este documento. Ellos son el único motivo que lo inspira. Más que la libertad y la vi­da misma para nosotros, pedimos justicia para ellos. Justicia no es en este instante un monumento para los héroes y mártires que cayeron en el combate o asesinados después del combate; ni siquiera una tumba para que descansen en paz y jun­tos los restos que yacen esparcidos en los campos de Oriente, por lu­gares que en muchos casos solo co­nocen sus asesinos; ni de paz es po­sible hablar para los muertos en la tierra oprimida. La posteridad que es siempre más generosa con los buenos levantará esos símbolos a su memoria y las generaciones del ma­ñana, rendirán, en su oportunidad, el debido tributo a los que salvaron el honor de la patria en esta época de infinita vergüenza.

¿Por qué no se han denunciado va­lientemente las atroces torturas y el asesinato en masa, bárbaro y vesá­nico que segó las vidas de setenta jóvenes prisioneros los días 26, 27, 28 y 29 de Julio? Eso sí es un deber ineludible de los presentes, y no cumplirlo es una mancha que no se borrará jamás. La Historia no cono­ce una masacre semejante ni en la época de la Colonia ni en la Repú­blica. Comprendo que el terror haya paralizado los corazones por largo tiempo, pero ya no es posible su­frir más el manto de total silencio que la cobardía ha tendido sobre aquellos crímenes espantosos, reac­ción de odio bajo y brutal de una ti­ranía incalificable, que en la carne más pura, generosa e idealista de Cuba, sació su venganza contra el gesto rebelde y natural de los hijos esclavizados de nuestro pueblo he­roico. Eso es complicidad bochorno­sa, tan repugnante como el mismo crimen, y es de pensar que el tirano esté relamiéndose los labios de satisfacción por la fiereza de los ver­dugos que lo defienden y el terror que inspira en los enemigos que lo combaten.

La verdad no se ignora, la sabe Oriente entero, la sabe en voz baja todo el pueblo; sabe también en cambio, que eran completamente falsas las canallescas imputaciones que se nos hicieran de haber sido inhumanos con los soldados. En el juicio oral, el gobierno no pudo sos­tener ninguna de sus afirmaciones; allí fueron a declarar los veinte mi­litares que se hicieron prisioneros al enemigo desde los primeros mo­mentos y los treinta heridos que tu­vieron en el combate, sin haber re­cibido siquiera una ofensa de palabra. Los médicos forenses, peritos y hasta inclusive los mismos testi­gos de cargo se encargaron de des­truir las versiones del gobierno, al­gunos declararon con admirable honradez; quedó probado que las armas se habían adquirido en Cuba; que no había conexión con los políticos del pasado, que nadie había sido acuchillado y que en el Hospi­tal Militar sólo hubo una víctima, cierto enfermo herido que al aso­marse a una ventana recibió la heri­da. Hasta el propio Fiscal caso insólito se vio precisado a recono­cer en sus conclusiones “la conduc­ta honorable y humana de los ata­cantes”.

En cambio, ¿dónde estaban nues­tros heridos? Solamente había cin­co en total. Noventa muertos y cin­co heridos. ¿Se puede concebir se­mejante proporción en ninguna gue­rra? ¿Qué era del resto? Por otra parte, ¿Dónde estaban los comba­tientes detenidos los días 26, 27, 28 y 29? Santiago de Cuba, sabe bien la respuesta. Los heridos fueron arrancados de los hospitales priva­dos, hasta de las propias mesas de operaciones y rematados inmedia­tamente después, en ocasiones antes de salir del hospital. Dos prisione­ros heridos entraron vivos con sus custodios en un elevador y salieron muertos del mismo. Los que habían sido recluidos en el Hospital Militar fueron inyectados con aire y con alcanfor en las venas; uno de ellos, el estudiante de Ingeniería, Pedro Miret, sobrevivió a este mortal pro­cedimiento y narró todo.

Solamente cinco, repito, quedaron vivos. Dos fueron defendidos por el doctor Posada, quien no permitió que se los arrebataran los soldados en la Colonia Española, José Ponce y Gustavo Arcos, y otros tres que deben sus vidas al capitán Tamayo, médico del ejército quien con gesto valeroso de profesional digno, pis­tola en mano trasladó a los heridos Pedro Miret, Abelardo Crespo y Fi­del Labrador del Hospital Militar al Hospital Civil. Ni aún a esos cinco querían dejar vivos. Los números son de una elocuencia irrebatible.

En cuanto a los prisioneros, bien pudo ponerse a la entrada del Cuar­tel Moncada, aquel letrero que apa­recía en el dintel del Infierno de Dante: “Dejad toda esperanza”. Treinta fueron asesinados la prime­ra noche. La orden llegó a las tres de la tarde con el general Martín Díaz Tamayo quien dijo que “era una vergüenza para el ejército ha­ber tenido en el combate tres veces más bajas que los atacantes y que hacían falta diez muertos por cada soldado”.

Foto de revista donde aparece Fidel Castro joven
Con la sangre de mis hermanos muertos, escribo este
documento. Ellos son el único motivo que los inspira. Más que
la libertad y la vida misma para nosotros, pedimos justicia
para ellos
Dicha orden era producto de una reunión sostenida entre Batista, Ta­bernilla, Ugalde Carrillo y otros je­fes. Para allanar dificultades lega­les, el Consejo de Ministros, el mis­mo domingo por la noche, entre otros, suspendió el Art. 26 de los Es­tatutos que establece la responsabilidad del custodio por la vida del detenido. La consigna fue cumpli­da con horrible crueldad. Cuando los muertos fueron enterrados, no tenían ojos, ni dientes, ni testículos y hasta de las prendas los despoja­ron sus propios matadores, que sin pudor, exhibían después. Escenas de indescriptible valor tuvieron lugar entre los torturados. Dos mucha­chas, nuestras heroicas compañeras Melba Hernández y Haydée Santa­maría, fueron detenidas en el Hos­pital Civil, donde se encontraban en calidad de enfermeras de primeros auxilios. A la última, ya en el Cuar­tel al anochecer, un sargento llama­do Eulalio González, apodado “El Tigre”, con las manos ensangrenta­das le mostró los ojos del hermano que acababan de arrancarle; más tarde le dieron la noticia de que ha­bían matado a su novio, también prisionero; llena de infinita indigna­ción se les encaró a los asesinos y les dijo: “El no está muerto, porque morir por la patria es vivir”. Ellas no fueron asesinadas, los salvajes se detuvieron ante la mujer. Y ellas son testigos excepcionales de lo ocurrido en aquel infierno.

Pedro Miret
Los que habían sido recluidos en el Hospital Militar
fueron inyectados con aire y con alcanfor en las venas;
uno de ellos, el estudiante de Ingeniería, Pedro Miret,
sobrevivió a este mortal procedimiento y narró todo
En los alrededores de Santiago de Cuba, fuerzas al mando del comandante Pérez Chaumont asesina­ron veintiún combatientes que es­taban desarmados y dispersos. A muchos los obligaron a cavar su propia sepultura; un valiente volvió la pica e hirió en el rostro a uno de los asesinos. No hubo en Siboney tales combates; los únicos que conservaban armas se habían retirado conmigo hacia las monta­ñas y el ejército no trabó contacto con nosotros hasta seis días después que en un descuido nos sor­prendió completamente dormidos, exhaustos por el cansancio y el hambre. Ya la matanza había ce­sado ante el enorme clamor popu­lar. Aún así, únicamente el milagro de un oficial escrupuloso y la circunstancia de no haberme recono­cido hasta que estábamos en el Vivac, impidió nuestro asesinato.

El día 27 a las doce de la noche en el Kilómetro 39 de la carretera Manzanillo-Bayamo, el Capitán Jefe de la primera localidad, ahorcó, arrastrándolos por el suelo con una soga al cuello, a los jóvenes Pedro Félis, Hugo Camejo y Andrés Gar­cía, dejándolos a los tres por muer­tos. Uno de ellos, el último, pudo recobrarse horas después, y presen­tado más tarde por Monseñor Pérez Serantes, ha referido la historia.

En la madrugada del día 28, jun­to al río Cauto, camino de Palma fueron ultimados los jóvenes Raúl de Aguiar, Andrés Valdés y otros, por el Teniente Jefe del Puesto de Alto Cedro, el sargento Montes de Oca y el cabo Maceo, que enterra­ron a sus víctimas en un pozo si­tuado a la orilla del río cerca de un lugar conocido por Bananea. Estos jóvenes habían logrado hacer contacto con amigos míos que los ayudaron; después se supo la suer­te que corrieron.

Todos estos hechos se efectuaron siempre con conocimiento anticipa­do de la Jefatura del Regimiento.

Es falso por completo que los cadáveres identificados hasta hoy -menos de la mitad del total­- haya sido tarea del departamento de Dactiloscopía. En todos los ca­sos procedieron siempre a tomarles el nombre y generales a las vícti­mas antes de matarlas y después iban revelando los nombres, poco a poco. La lista completa no la di­jeron nunca. Mediante las huellas digitales identificaron solamente una parte de los que murieron en combate, con otra parte no logra­ron hacerlo. Los sufrimientos y la incertidumbre que han producido en los familiares con estos proce­dimientos, son indescriptibles.

Estos hechos y otros similares fueron denunciados por nosotros con todos los detalles en el juicio oral a presencia de los soldados que armados de ametralladoras y fusiles llenaban la sala del Plenum de la Audiencia en evidente actitud coer­citiva. Ellos mismos se impresio­naron ante el relato de las barba­ridadesque habían cometido.

A mí se me arrancó del juicio en la tercera Sesión violando todas las leyes del procedimiento, para evitar que como abogado aclarara los he­chos mediante el interrogatorio co­mo iba haciendo, temían mucho so­bre todo que las preguntas a los testigos de cargo pusiesen en evi­dencia los horrendos crímenes, que ejecutados sin cumplir las más ele­mentales apariencias saltaban a la vista; a pesar de todo no pudieron evitarlo y el juicio fue un escánda­lo, pues otros abogados se encar­garon de ello.

Del testimonio deducido por las denuncias formuladas por nosotros se han radicado tres causas por asesinato y torturas: la 938, la 1073 y la 1083 de 1953, Juzgado de Ins­trucción del Norte de Santiago de Cuba, aparte de otras muchas de violación continuada de los dere­chos Individuales. Todas absoluta­mente han sido ratificadas ya por nosotros en el Juzgado de Instruc­ción de Nueva Gerona. Hemos acu­sado a Batista, Tabernilla, Ugalde Carrillo y Díaz Tamayo como autores de la orden de matar a los pri­sioneros, cosa que a ciencia cierta sabemos, y como ejecutores al Co­ronel Alberto del Río Chaviano y a todos los Oficiales, Clases y Sol­dados que más se destacaron en la orgía de sangre.

Salvo en el caso de Batista, según las leyes vigentes corresponde a los tribunales civiles juzgar a los auto­res de estos hechos y la Audiencia de Santiago de Cuba hasta ahora ha tenido en esto una actitud bas­tante firme. Sin duda de ninguna clase que el silencio en torno a este proceso, es el favor más grande que se les puede hacer a los crimi­nales y el incentivo más eficaz para que continúen matando sin freno de ninguna clase. No sueño desde luego ni en la más remota posibi­lidad de condena legal; no, eso es absurdo bajo un régimen en que los asesinos y torturadores pueden vivir libremente, vestir uniforme y representar a la autoridad mientras sufren prisión y cárcel los hombres honrados por el delito de defender la Constitución que el pueblo se dio, la libertad y el derecho. Para aquellos no hay, ni cárcel, ni sen­tencia, ni siquiera tribunales. ¿Po­drán gozar, además, de absoluta impunidad moral cuando tantos han muerto generosamente por comba­tirlo, cuando tantos sufren la igno­minia de la prisión?

Aquellos bravos que marcharon a la muerte con la sonrisa de la suprema felicidad en los labios, abrasados por la llama del deber, bien hicieron en morir porque no nacieron para resignarse a la vida hipócrita y miserable de estos tiempos, y murieron, en fin de cuentas, por eso, porque no pudieron adaptarse a la indigna y repugnante rea­lidad.

De haber triunfado nuestro es­fuerzo revolucionario, era nuestro propósito poner el poder en manos de los más fervientes idealistas.

El restablecimiento de la Constitución del 40 condicionada desde luego a la situación anormal, era el primer punto de nuestra proclama al pueblo. Una vez en posesión de la Capital de Oriente se iban a decretar en el acto seis leyes bá­sicas de profundo contenido revo­lucionario que tendían a poner a los pequeños colonos, arrendatarios, aparceros, y precaristas en la posesión definitiva de la tierra, con indemnización del Estado a los perjudicados; consagración del derecho de los obreros a la participación de una parte de las utilidades finales de la empresa; participación de los colonos en el 55% del ren­dimiento de las cañas (estas medidas, como es natural, debían conci­liarse con una política dinámica y enérgica por parte del Estado, in­terviniendo directamente en la creación de nuevas industrias, movilizando las grandes reservas de capital nacional, resquebrajando la resistencia organizada de poderosos intereses). Otra declaraba destituidos a todos los funcionarios judiciales y administrativos, municip­les, provinciales o nacionales que hubieran traicionado la Constitución jurando los Estatutos. Por último, una ley que propugnaba la confiscación de todos los bienes de todos los malversadores de todas las épocas, previo un proceso sumarísimo de investigación.

El gobierno se ha encargado de hacer desaparecer todos estos docu­mentos.

Nada pudo conocer el pueblo, porque adoptamos el criterio de no tomar las estaciones de radio hasta no tener asegurada la fortaleza para evitar cualquier masacre po­pular en caso de no tener éxito. El disco del último discurso de Chibás iba a estar constantemente en el aire, lo cual daría fe instantánea de un estallido revolucionario com­pletamente independiente de los personeros del pasado.

Nuestro triunfo habría significado un ascenso inmediato del patrio­tismo al poder, primero provisio­nalmente, y después, mediante elec­ciones generales. Tan cierto es esto en cuanto a nuestros propósitos que aún fracasando nuestro sacrificio ha significado un fortalecimiento de los verdaderos ideales de Chibás dado el nuevo curso de los acontecimientos.

Melba Hernández y Hay­dée Santamaría tras las rejas
Dos muchachas, nuestras heroicas compañeras
Melba Hernández y Hay­dée Santamaría, fueron detenidas
en el Hospital Civil, donde se encon­traban en calidad de
enfermeras de primeros auxilios. A la última, ya en
el Cuartel al anochecer, un sargento llamado
Eulalio González, apodado “El Tigre”, con las manos
ensangrentadas le mostró los ojos del herma­no que
acababan de arrancarle; más tarde le dieron la noticia
de que ha­bían matado a su novio, también prisionero.
Llena de infinita indignación se les encaró a los asesinos
y les dijo:
“El no está muerto, porque morir por la patria es vivir”
Los pusilánimes dirán que no teníamos razón considerando “juris de juris” el argumento rastrero del éxito o el fracaso. Este se debió a crueles detalles de última hora, tan simples que enloquece pensar en ellos. Las posibilidades de triunfo estaban en la medida de nuestros medios; de haber contado con ellos no me queda ninguna duda de ha­ber luchado con un 90 por ciento de posibilidades.

Estas consideraciones traen a mi mente los viriles pensamientos que agitaron sus cerebros inquietos, aquel rebelarse indignado contra la mediocridad reinante y la grosera convivencia de los intereses creados siempre tan repugnantemente egoís­tas, aquel deseo de dar un ejemplo, de hacer algo grande por su pa­tria. Cada día que pasa, justifica más la razón de su sacrificio.

Días atrás se conmemoró el 27 de noviembre. Todos los que escri­bieron y hablaron con relación al tema, volvieron sus palabras iracun­das y fieras, tan pletóricas de epí­tetos altisonantes como de fingida indignación contra los voluntarios que fusilaron aquellos ocho estudiantes, sin embargo, no dijeron si­quiera una sola sílaba para conde­nar el asesinato de setenta jóvenes, limpios como aquellos de pies a ca­beza idealistas…

Martín Díaz Tamayo
Treinta fueron asesinados la primera noche. La orden
llegó a las tres de la tarde con el general
Martín Díaz Tamayo quien dijo que “era una vergüenza
para el ejército haber tenido en el combate tres veces
más bajas que los atacantes y que hacían falta diez
muertos por cada soldado”
  
Inocentes…, y aún con su san­gre caliente sobre el corazón de Cuba. Caiga sobre los hipócritas el anatema de la Historia. Los estu­diantes del 71 no fueron torturados, se les sometió a un juicio apa­rente, fueron enterrados en lugares conocidos y los que tal horror co­metieron se creían en posesión de un derecho de cuatro siglos, recibi­do de mano divina y consagrado por el tiempo, legítimo, inviolable, eterno, según creencias abolidas ya por el hombre. NUEVE veces OCHO fueron los jóvenes que cayeron en Santiago de Cuba bajo la tortura y el plomo, sin juicio de ninguna es­pecie, en nombre de una usurpación ilegítima y aborrecida de dieciséis meses, sin Dios y sin ley, violadora de las más nobles tradiciones cuba­nas y los más sagrados principios humanos, que después esparció los restos de sus víctimas por lugares desconocidos, en la República que nuestros libertadores fundaron para la dignidad y el decoro del hombre, el mismísimo año del Centenario del Apóstol. ¿Cuál era el delito? Cum­plir sus prédicas: “Cuando hay muchos hombres sin decoro, hay siem­pre otros que tienen en sí el decoro de muchos hombres; esos son los que se rebelan con fuerza contra los que les roban a los pueblos su libertad, que es robarle a los hom­bres su decoro.” ¿Cuál el interés le­sionado? La ambición desmedida de un grupo de Caínes que explotan y esclavizan nuestro pueblo en pro­vecho exclusivo de su egoísmo per­sonal.

Si el odio que inspiró la matan­za del 27 de noviembre “nacía ba­beante del vientre del hombre”, se­gún expresión de Martí, ¿qué entra­ñas engendraron la masacre del 26, 27, 28 y 29 de Julio? Mas, no sé de ningún oficial del Ejército cubano que haya quebrado su espada renunciando al uniforme; la única honra de ese ejército consistía en “matar diez jóvenes por cada sol­dado muerto en combate”, esa fue la que quiso para él su Estado Mayor.

No debieron haber caído jamás teorías estériles e inoportunas so­bre putsch o revolución, cuando era hora de denunciar los crímenes monstruosos que había cometido el Gobierno, asesinando más cubanos en cuatro días que en once años anteriores. Además, ¿quiénes han dado en Cuba prueba de mayor fe en las masas del pueblo, en su amor a la Libertad, en su repudio a la Dictadura en desesperada miseria, y en su conciencia madura? ¿Hu­biera podido llamarse putsch a los intentos del pueblo de levantar el Regimiento Maceo la mañana del 10 de marzo, aun cuando ya, todos los demás mandos se habían entre­gado? ¿Habrá menos conciencia hoy de libertad que la que había la ma­drugada del 10 de Octubre de 1868? Lo que se mide en la hora de em­peñar el combate por la libertad no es el número de las armas enemi­gas, sino el número de virtudes en el pueblo. Si en Santiago de Cuba cayeron cien jóvenes valerosos, ello no significa sino que hay en nues­tra patria CIEN MIL jóvenes dis­puestos también a caer. Búsquese­los y se les encontrará, oriénteseles y marcharán adelante por duro que sea el camino; las masas están listas, sólo necesitan que se les seña­le la rutaverdadera.

Denunciar los crímenes, he ahí un deber, he ahí un arma terrible, he ahí un paso al frente formidable y revolucionario. Las causas corres­pondientes están ya radicadas, las acusaciones ratificadas todas. Pída­se el castigo de los asesinos. Exíjase su encarcelamiento. Nómbre­se, si es necesario, un acusador pri­vado. Impídase por todos los medios que pasen arbitrariamente a la Jurisdicción Militar. Antecedentes recientísimos favorecen esa campaña. La simplepublicación de lo de­nunciado será de tremendas conse­cuencias para el gobierno.
Repito que no hacer esto es una mancha imborrable.

Espero que un día en la patria li­bre se recorran los campos de la indómita Oriente, recogiendo los huesos heroicos de nuestros com­pañeros, para juntarlos todos en una gran tumba, junto a la del Apóstol, como mártires que son del Centenario y cuyo epitafio sea un pensamiento de Martí: “Ningún mártir muere en vano, ni ninguna idea se pierde en el ondular y en el revolverse de los vientos. La ale­jan o la acercan pero siempre queda la memoria de haberlo visto pa­sar.”

Veintisiete cubanos, todavía te­nemosfuerzas para morir y puños para pelear.

¡Adelante a conquistar la libertad!

FIDEL CASTRO RUZ

Víctimas de la barbarie

Dr. Mario Muñoz Monroy
Manuel Cala Reyes, conocido por niño Cala
Alfredo Corcho García
José de Jesús Julio Madera Fer­nández
Eduardo Ambrosio Hernández (a) Chano
Oscar Alberto Ortega
Reemberto Adab Alemán Rodríguez
Abel B. Santamaría Cuadrado
Fernando Chenard Piña
Jacinto García Espinosa
Juan Manuel Ameijeiras Delgado
Rubén Cardero Sánchez
Carmelo Noa Gil
Flores Betancourt Rodríguez
José Antonio Labrador Díaz
Reinaldo Boris Luis Santa Coloma
Julio Trigo López
José Francisco Costa Velázquez
Guillermo Granado Lara
José Luis Tasende de las Muñecas
Ramón Ricardo Méndez Cabezón
Rigoberto Corcho López
Raúl Gómez García
Antonio Betancourt Flores
lsmael Ricondo Fernández
Félix Rivero Vasallo
Emilio Hernández Cruz
Roberto Medero Rodríguez
EIpidio Casimiro Sosa González
Francisco Viera Milián
Rolando San Román de las Llamas
Andrés Valdés Fuentes
Pablo Cartas Rodríguez
Armando Valle López
Raúl de Aguiar Fernández
Rafael Frevre Torres
Mario Martínez Arara
Hugo Camejo Valdés
Gregorio Medina
Víctor Escalona Benítez
José Testa Zaragoza
Luciano González Camejo
René Renato Guitar Rosell.

Fallecidos no identificados

Hubo 19 cadáveres, todos de hombres jóvenes que no se pudie­ron identificar por el estado avan­zado de descomposición en que se encontraban, pues aunque to­dos estaban a menos de media hora de viaje en automóvil de la ciudad de Santiago de Cuba, el Ejército no participó estas defun­ciones hasta varios días después de haberlas ejecutado.

 


Resumen

Muertos en el combate……….................8
Prisioneros muertos en el día del
combate des­pués de retenidos
en el Cuartel Moncada ...................... 25
Prisioneros que se escondieron
en la ciudad y se presentaron
dentro de la semana de los
hechos al ejército, y que fue­ron
muertos en el Cuar­tel y sus
cadáveres sa­cados y tirados
fuera de la ciudad……………..................10
Prisioneros que se presentaron
al Ejército en los montes
cercanos a la ciudad, y que
fueron muertos después de
rendidos………………………………………………...19

TOTAL DE MUERTOS……..................62

Excepto los ocho muertos en ac­ción todos los cadáveres presentaban signos de torturas horroro­sas y mutilaciones fantásticas, que no realizaron ni los chinos ni nor­coreanos con sus prisioneros; aquí en Santiago de Cuba todos fue­ron muertos excepto los que se salvaron por la intervención del Arzobispo Pérez Serantes, que fue­ron 32.

Ante estos horrores, el caso de Corea es un juego de niños. Y mientras tanto el Gobierno de Ei­senhower sigue vendiendo armas y protegiendo al Gobierno de la Ti­ranía Cubana.

Harían bien los que tanto gri­taron en el mundo Internacional por lo que titulaban los horrores y la crueldad más grandes del mun­do de echar un vistazo a nuestra querida y sufrida Cuba que ha te­nido que contemplar horrores aún mayores, con la agravante baja y rastrera de que han sido hechasa hermanos de patria, profanando el suelo sagrado que es Oriente por estar regado por tanta sangre de mambí y por conmemorar el Centenario del gran Campeón de la Libertad y el amor dehermanos y con cuyo nombre quisiera terminar estas páginas como firma, como súplica, como ruego, como esperanza y como himno de combate... JOSÉ MARTÍ.

 

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