Es de noche, es enero, es 1992. El cristal de la puerta de entrada a la garita está esparcido por el suelo, mientras —en el interior— la muerte acecha, atroz, expectante. Más allá del umbral, una habitación, una máquina de escribir, un televisor, una radio, un buró. Encima del buró: un cadáver.
En esta misma habitación hay cartuchos de fusiles, unos proyectiles que pertenecen algunos a una AKM, otros a una pistola Makarov. Hay otro cadáver, justo en el extremo derecho de la puerta, amarrado con una soga. Un joven que recostado sobre el lateral izquierdo vio pasar los últimos segundos de su vida, quizá sin comprender que este era el final. Porque no se sabe qué piensa un hombre justo en estos instantes.
A pocos centímetros de él: un tercer cuerpo. También inerte. Un hombre de apenas 30 años que yace junto a una credencial. Son tres los muertos, uno de ellos con nueve impactos de bala. Nueve disparos que —y estos detalles se conocen luego— ocurrieron segundos después que un proyectil le atravesara la cabeza.
Por el momento no son revelados sus nombres. Unas horas bastarán para que todo el país conozca que aquel 9 de enero de 1992 murieron “en el cumplimiento de su deber”, según informaron los diarios locales, Yuri Gómez Reynoso, sargento de tercera de la Policía Nacional Revolucionaria; Orosmán Dueñas Valero, soldado de Tropas Guardafronteras y Rafael Guevara Borges, guardia de seguridad del local. Más tarde la historia se encargaría de poner las cosas en su lugar.
LOS VICTIMARIOS Y EL PLAN FALLIDO
Siete hombres penetran por el parque de diversiones de Tarará el 8 de enero. Su objetivo: llegar hasta la Base Náutica, robar una de las embarcaciones y salir a mar abierto. Siempre tras el sueño del American way of life, alentados por la protección que les brinda la Ley de Ajuste Cubano. Ya en el parque rompen los techos de los carritos, entran en una oficina y roban un ventilador, unas piezas de motos. No obstante, ante la presencia de tropas guardafronteras, vuelven sobre sus pasos con la intención de regresar la noche siguiente.
Justo en la madrugada del 9 nada podría salir mal, piensan. En el segundo intento, un hombre de tez trigueña, de unos 1,65 m de estatura, irrumpe en la garita sin levantar sospechas. Luis Miguel Almeida Pérez había trabajado hasta los primeros días de diciembre de 1991 en el local y había abusado de varias mujeres, razón por la cual fue expulsado de la instalación.
Yuri Gómez, Orosmán Dueñas y Rafael Guevara conocían su historia; excepto por un pequeño detalle: en esta ocasión Almeida había utilizado sus conocimientos para violentar la seguridad e irrumpir impunemente en la garita. Así, mientras él conversaba con los combatientes, sus cómplices los atacan por sorpresa, los golpean, atan y despojan de sus armas.
No obstante, al llegar a la embarcación los acontecimientos toman un giro definitivo. Ante los diversos intentos de salida ilegal del país que se sucedían por aquella época, la jefatura de guardafronteras decide aplicar medidas más drásticas: quitarle a los motores la tapa del delko y la batería a los navíos.
Los asaltantes no contaban con semejante situación, tampoco con el puente de hierro que de alguna manera les impedía salir a mar abierto. Al parecer no todos los “cálculos fueron hechos, aun cuando —según declaró Almeida ante el Tribunal de Justicia— previamente habían manejado la posibilidad de asesinar a los combatientes. Tal y como sucedió después, una vez regresaron a la garita.
Al sonido de los disparos, el sargento de primera, Rolando Pérez Quintosa irrumpe en la escena del crimen. Demasiado tarde para un solo hombre a quien los asaltantes, luego de cuatro disparos, también creyeron muerto.
37 DÍAS ENTRE LA VIDA Y LA MUERTE
Hospital Naval. Treinta especialistas de diversas disciplinas reunidos en un salón para evaluar el estado del paciente. Quintosa llega a la instalación médica instantes después de haber reconocido a uno de los victimarios: “En ese grupo iba el violador”, dijo al oficial del Departamento Técnico de Investigaciones, justo antes de perder el conocimiento, mientras lo trasladan en una ambulancia gravemente herido.
Inmediatamente la imagen de Almeida aparece por televisión, sorprendiendo a los asesinos, quienes ignoraban que alguno de los combatientes permaneciera con vida.
Mientras, el paciente presenta un estado crítico como consecuencia de los impactos de bala en el tórax. La pérdida de sangre se acrecienta y las perforaciones en los intestinos originan una peritonitis residual. Más tarde llega la infección. Los trastornos en la coagulación. Los órganos vitales comienzan a fallar.
A pesar de los esfuerzos médicos, la muerte del joven Quintosa está cada vez más cerca. El desenlace fatal —según cuenta muchos años después la Doctora en Ciencias Pura Avilés, integrante del equipo médico[1]— estuvo dado por la imposibilidad de controlar la infección, pues en determinado momento se necesitó una vacuna antiendotoxina, procedente de Estados Unidos, la cual no llegó a tiempo debido al bloqueo económico y comercial impuesto por esa nación.
Así, tras 37 días en intensa batalla, Rolando Pérez Quintosa murió. Sus asesinos fueron capturados en menos de 48 horas después de haberse perpetuado el crimen. Sus compañeros Yuri Gómez, Orosmán Dueñas y Rafael Guevara fueron velados en el edificio del Ministerio del Interior durante aquella mañana del 10 de enero, cuando un mar de pueblo les dijo el último adiós.
[1] En entrevista a Granma publicada el 9 de enero del 2012
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