Ya el 5 de noviembre de 1900, en la sesión solemne de apertura de la Asamblea Constituyente, convocada por las tropas yanquis de ocupación con el fin de dotar a la futura república cubana de una Carta Magna, el gobernador Leonard Wood dejó vislumbrar los intereses hegemónicos del vecino país al definir como una de las tareas del cónclave la de formular las relaciones que debían existir entre Cuba y los Estados Unidos.
Quedó bien claro en las palabras de Wood que a los constituyentes les dejaban el triste papel de opinar, sugerir o exponer sus criterios sobre esas relaciones, mientras Washington se arrogaba el derecho de adoptar las medidas del acuerdo final.
A la alocución injerencista del militar norteño dieron respuesta los asambleístas mediante un documento redactado por Juan Gualberto Gómez en el que se puntualizaba que no es de la Constitución, sino del Gobierno independiente elegido por el pueblo, la tarea de regular dichas relaciones.
Poco caso se le hizo en Washington al criterio de los constituyentes cubanos. El 25 de febrero el senador Orville Platt presentó una enmienda mediante la cual, entre otras cláusulas injerencistas, Estados Unidos se reservaba el derecho de intervenir en Cuba cuando lo estimara necesario. Aprobada en el
Senado y la Cámara de Representantes, el presidente Mc Kinley la sancionó como Ley el 2 de marzo; cinco días después, la Asamblea Constituyente recibía la comunicación oficial del Gobernador Militar de que la enmienda tenía que incluirse como apéndice en la Constitución cubana.
Senado y la Cámara de Representantes, el presidente Mc Kinley la sancionó como Ley el 2 de marzo; cinco días después, la Asamblea Constituyente recibía la comunicación oficial del Gobernador Militar de que la enmienda tenía que incluirse como apéndice en la Constitución cubana.
Ante esta situación, se produjeron espontáneas manifestaciones populares de protesta y dentro de la Constituyente se alzaron voces como la de Juan Gualberto Gómez, quien argumentó que el texto injerencista alteraba esencialmente el espíritu y la letra de la Resolución Conjunta y del Tratado de París, que se inspiraban en el hecho de que el pueblo de Cuba es, y de derecho debe ser, libre e independiente.
La Enmienda, exponía el patricio cubano, “tiende por los términos de sus cláusulas principales, a colocar a la Isla de Cuba bajo la jurisdicción, dominio y soberanía de los EE.UU.”. Al reservarse el coloso yanqui la facultad de decidir cuándo intervenir, seguía razonando, “solo vivirían los Gobiernos cubanos que cuenten con su apoyo y benevolencia; y lo más claro de esta situación sería que únicamente tendríamos gobiernos raquíticos y míseros (...), condenados a vivir más atentos a obtener el beneplácito de los poderes de la Unión (EE.UU.) que a servir y defender los intereses de Cuba”.
Las protestas populares fueron poco a poco amortiguadas por las declaraciones de ciertas personalidades de la época, algunas procedentes del campo mambí, que aconsejaban aceptar el apéndice constitucional como un mal menor para salvar a Cuba de la perpetuación de la ocupación militar yanqui. Sobre los constituyentes empezaron a ejercerse fuertes presiones de grupos económicos nacionales y extranjeros. A la vez, el derrotismo cundía entre algunos, que comenzaban su marcha hacia la capitulación. En la sesión del 12 de junio de 1901, de los 27 delegados presentes, 16 aceptaron incluir el texto injerencista en la Constitución.
Como apéndice constitucional, la Enmienda Platt podía ser revocado si se modificaba o derogaba la Carta Magna. Por eso, en su cláusula ocho, determinaba “que para mayor seguridad en lo futuro” se insertaran todas sus disposiciones en un Tratado Permanente entre Cuba y los Estados Unidos, el cual se suscribió el 22 de mayo de 1903.
Tal como también estipulaba la Enmienda, una vez que el régimen de Tomás Estrada Palma asumió el poder, fue apremiado a firmar un convenio de arrendamiento para bases navales y carboneras, mediante el cual cedía extensiones de tierra y agua “a los EE.UU. por el tiempo que lo necesitaren”. La base naval de Guantánamo devino desde entonces punto de partida para la injerencia norteamericana en nuestro país.
Como lo pronosticó Juan Gualberto Gómez, los gobiernos surgidos después de la independencia formal en 1902 estuvieron muy atentos a obtener el beneplácito de Washington. Incluso cuando la oposición intentaba rebelarse, acudían a consultar al embajador yanqui, quien en muchas administraciones devino formidable poder, mayor que el del presidente cubano. Y en los diccionarios políticos comenzó a acuñarse un nuevo concepto: “neocolonia”.
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