Cuando el Presidente Obama visitó recientemente Puerto Rico sus cortesanos atribuyeron al viaje una imaginaria significación histórica aunque su presencia en la isla duró más o menos el mismo tiempo que empleó el avión presidencial para regresarlo a la capital federal. Pocos pudieron verlo al paso de su vertiginosa caravana. Los que habían dado jugosos cheques para su reelección apenas pudieron saludarlo fugazmente.
Quienes lo seguían por la televisión, sin embargo, disfrutaron de un “remake” de “Bienvenido Mr. Marshall”, un éxito de mediados del siglo pasado. Sus declaraciones, las pocas frases que allí pronunció, fueron una reproducción exacta, palabra por palabra, del viejo discurso oficial norteamericano. Uno tras otro, todos los Presidentes de Estados Unidos, antes que naciera el señor Obama, han sido igualmente mendaces.
Dos generaciones de gobernantes norteamericanos han dicho la misma mentira que él repitió sin sonrojarse: que Washington aceptará lo que la mayoría de los puertorriqueños decidan libremente sobre el status futuro de ese territorio colonial. Eso, por supuesto, es absolutamente falso. Desde la creación del llamado “Estado libre asociado” en 1952 los puertorriqueños se han desgastado en consultas plebiscitarias y otras gestiones en las que se han pronunciado por cambios en su actual relación con Washington que nunca han encontrado respuesta.
Al señor Obama le gusta aludir a su edad para recordarnos que muchas de las políticas imperiales fueron adoptadas antes de que él hubiera nacido. Es cierto, él no era siquiera un bebé cuando su país había cometido en todo el mundo crímenes innombrables que no caben en un discurso. Pero él es ahora el Presidente y está a punto de concluir su mandato.
Y Obama fue electo porque convenció a muchos, más jóvenes que él, de que las cosas cambiarían con su elección. No perderé el tiempo hablando de lo que todos sabemos: poco han cambiado las cosas por allá. Regresemos a la isla a la que él dedicó menos de cuatro horas en un paseo que los grandes medios de información quisieron vender como algo novedoso. Lo peor fue el carácter racista de su mensaje.
La noción, reiterada con machacona insistencia, de que el destino de Puerto Rico depende de la voluntad de los puertorriqueños, además de un embuste total, es manifestación de racismo de la peor especie. Quieren hacernos creer que los puertorriqueños son un grupo humano de rareza excepcional, especialmente dóciles, siempre contentos con su suerte. En otras palabras son seres inferiores que han sido incapaces de abrazar la dadivosa oferta de su amo. Nada más ajeno a la realidad. La verdad es que nadie supera a los puertorriqueños en cuanto a voluntad de lucha por la libertad.
Tras cuatro siglos de dominación española fueron las primeras víctimas del naciente imperio norteamericano. Sobre la isla no se impuso un reino decadente sino una potencia que surgía pujante con afanes de hegemonía universal. Se apoderaron de sus recursos económicos, abolieron sus instituciones representativas, la ocuparon militarmente y la sometieron a los aparatos represivos y burocráticos de la nueva metrópoli e intentaron arrebatarle su lengua y su cultura.
Nunca, en ninguna otra parte, el colonialismo avasalló con tanta saña, nunca se empeñó con tal perversidad en tratar de despojar a un pueblo de todo, incluso de su alma. Pero los puertorriqueños no son gente que ame las cadenas ni siquiera esas que la propaganda imperial intenta encubrir con una retórica terca y falaz.
Tras más de un siglo de coloniaje norteamericano nadie puede ignorar que Puerto Rico es una nación latinoamericana y caribeña, con su identidad cultural y espiritual diferente a la de sus opresores. Su historia no ha sido ciertamente algo parecido a la docilidad y el conformismo. Es exactamente todo lo contrario.
Puerto Rico ha sido y es un ejemplo para todos de resistencia y de pelea. En esa pequeña isla nació una Patria a la que Pedro Albizu Campos definió en lo que fue síntesis de su propia vida: “valor y sacrificio”. Esas virtudes las encarnó Filiberto Ojeda Ríos que supo batirse hasta la muerte, sólo, frente a una tropa de cobardes. Durante su larga y dolorosa historia Puerto Rico nos ha dado una lección admirable que convoca a la gratitud y la solidaridad.
Si el Imperio hubiese podido implantar su hegemonía total, como creía lograr cuando apareció el mundo unipolar con su dictadura globalizada y en América Latina con el ALCA, todo el Continente se habría convertido en un inmenso Puerto Rico.
Pero en aquellos días de desaliento y frustración los puertorriqueños nos trajeron un mensaje de esperanza. Ellos, que habían soportado heroicamente, aislados y olvidados, un siglo de ocupación militar y coloniaje nos enseñaron que sí se puede resistir y vencer. Mientras otros entregaban la soberanía y facilitaban al Imperio nuevas bases militares, el pueblo lo obligaba a retirarse de Culebra y de Vieques y a desmantelar otras instalaciones de guerra.
Cuando otros se plegaban al dogma neoliberal y privatizaban todos sus recursos, los puertorriqueños se movilizaban para salvar la Telefónica y otras empresas públicas. No hablo de un pasado remoto. Ha sido una brega constante en la que ellos han estado siempre a la vanguardia. Ahí está la lucha continua de los universitarios boricuas por la educación y la cultura. Su hermosa batalla, rebosante de creatividad y nobleza, fue silenciada por los grandes medios pero ella antecedió a las que ahora se reproducen en otros países.
A ese pueblo queremos rendir hoy nuestro homenaje. O más exactamente, debemos expresarle profunda gratitud. Hace 45 años se inauguró en La Habana la Misión de Puerto Rico en Cuba. Los cubanos cumplíamos, sencillamente, un deber.
El apoyo de Cuba a la independencia de Puerto Rico no sólo es un mandato histórico, es raíz y sustancia de nuestro ser nacional. Si a él falláramos dejaríamos de ser lo que somos. Esa solidaridad mutua, invariable y perenne, irá con nosotros, siempre.
Dediquemos este acto a Juan Mari Bras, patriota insuperable, luchador irreductible, ejemplo superior de nuestra hermandad. A Santiago Mari Pesquera, el hijo que a Juan le arrebataron para hacerlo sufrir y para tratar de doblegarlo inútilmente.
Lograron lo primero, Juan sufrió mucho la pérdida de su hijo, pero jamás pudieron ablandar su indomable patriotismo. A Carlos Muñiz Varela, inolvidable prueba de la unión eterna entre Cuba y Puerto Rico.
El señor Obama perdió una oportunidad irrepetible. Estando en Puerto Rico pudo haber respondido la carta que le envió en el 2008 quien era entonces gobernador colonial de la isla solicitándole que ordenase al FBI que entregase a la justicia las pruebas que oculta sobre el asesinato de Carlos.
El señor Obama tiene la obligación de poner fin al encubrimiento de los asesinatos de Chagui y de Carlos. Ellos exigen justicia y nosotros nunca dejaremos de exigirla. Como debemos reclamarle que ponga en libertad ya a Oscar López Rivera y a los patriotas puertorriqueños y también a Gerardo Hernández Nordelo y a sus hermanos encarcelados por luchar contra el terrorismo anticubano.
Desde sus prisiones injustas o desde la sobrevida ellos proclaman que Viva Puerto Rico Libre y nos ordenan a cubanos y puertorriqueños a seguir luchando juntos, unidos, hasta la victoria siempre. Acto por el 45 aniversario de la Misión de Puerto Rico en Cuba La Habana, 30 de junio de 2011
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