La Segunda Guerra Mundial llevó a los EEUU a convertirse en el nuevo poder imperial explotador desbancando al imperio británico
Por estos días se exhibe en la televisión cubana la serie La historia no contada de los Estados Unidos, una realización del cineasta estadounidense Oliver Stone que en su capítulo titulado Roosevelt, Truman y Wallace me hizo recordar el libro Roosevelt: El Soldado de la Libertad de James MacGregor Burns, Premio Pulitzer y Premio Nacional del Libro de Historia y Biografía en 1971.
La obra de Burns está basada, a su vez, en el libro testimonial Como él lo vio, de Elliott Roosevelt, tercer hijo de Franklin Delano Roosevelt, 32º presidente de los Estados Unidos y de su esposa Eleonor.
El excelente documental de Stone invita a lamentar la tragedia para la humanidad que significó la muerte del presidente Roosevelt, el 12 de abril de 1945 y su reemplazo por el mediocre Harry Truman en vez de por el popular y lógico sucesor Henry Wallace.
Los testimonios de Elliot constituyen obviamente una idílica interpretación —favorable a Franklin Roosevelt— de los desencuentros de este con el primer ministro británico Winston Churchill, que son en realidad reflejo de las contradicciones entre el decadente imperio británico y el ascendente imperialismo de los Estados Unidos.
Narraba Elliot que su padre le decía: “Cuando extraes riquezas de los países coloniales sin aportar a ellos cosas como educación, niveles de vida decentes y requerimientos mínimos de salud, todo lo que haces es almacenar problemas que conducen a la guerra”.
Acerca de la Conferencia de Casablanca de enero de 1943, Roosevelt contó a Elliot: “Hablé de otro tipo de guerra. ¡Hablé de lo que va a ocurrir en nuestro mundo si después de esta guerra permitimos que millones de personas regresen a la semiesclavitud!
Los americanos no estarían muriendo en el Pacífico, si no hubiera sido por la miopía y voracidad de los franceses, los británicos y los holandeses.
¿Permitiremos que ellos se salgan con la suya, otra vez?”
El 5 de enero de 1941, según el referido libro, Roosevelt presentó al Congreso una carta económica de derechos basada en los siguientes principios: Igualdad de oportunidades para jóvenes y demás ciudadanos; plazas de trabajo para aquellos que pudieran hacerlo; seguridad para quienes la necesitasen; fin de los privilegios especiales para unos pocos; preservación de las libertades civiles para todos, y elevación constante de los niveles de vida con el más amplio disfrute de los frutos del progreso científico.
A juicio del autor, las primeras serias discrepancias entre Churchill y Roosevelt, tuvieron lugar en agosto de 1941, en la reunión que sostuvieron en Argentina, Terranova, antes de entrar los Estados Unidos en la guerra.
Allí hubo acaloradas discusiones por la insistencia de Roosevelt en garantizar que al término del conflicto se restituyera la soberanía a las naciones bajo control de los imperios coloniales, en tanto que Churchill insistía en el mantenimiento del opresivo sistema colonial.
Churchill fue literalmente obligado por Roosevelt a firmar la Carta Atlántica, expresiva de los principios de la libertad y el desarrollo económico necesarios para asegurar la paz “tras la destrucción de la tiranía nazi”.
“Señor Presidente —le dijo Churchill a Roosevelt—, yo creo que usted pretende acabar con el imperio británico. Todas sus ideas sobre el mundo de posguerra así lo demuestran. Pero, a pesar de ello, sabemos que usted constituye nuestra única esperanza. Y usted sabe que nosotros lo sabemos. Usted sabe que sin los Estados Unidos, el Imperio de Su Majestad no resiste”.
En la Cumbre de Casablanca, en 1943, Roosevelt claramente dejó ver lo que se proponía para el futuro: “Cuando ganemos la guerra, trabajaré con todas mis fuerzas y empeño por asegurar que los Estados Unidos no sean llevados a apoyar o estimular las ambiciones coloniales de Francia o del imperio británico”.
Unos días más tarde dijo a Elliott: “He tratado de hacer ver a Winston —y a los demás— que nunca deben hacerse la idea de que, porque somos sus aliados en la victoria, nos sumaremos a las arcaicas ideas imperiales medievales.
“Gran Bretaña firmó la Carta Atlántica. Espero que comprenda que el gobierno de los Estados Unidos tiene la intención de hacerla cumplir”, dijo el presidente Roosevelt.
Churchill, no obstante, hizo famoso un comentario que formuló en respuesta a los criterios que se extendieron por todo el sistema colonial inglés acerca de que la Carta Atlántica garantizaría en la posguerra el derecho a la autodeterminación y autogobierno de las colonias británicas. “Yo no fui designado Primer Ministro de Su Majestad para presidir la liquidación del imperio”.
Y, como ha probado la historia de la posguerra, los Estados Unidos se convirtieron en el nuevo poder imperial explotador, causante de guerras y destrucciones en todo el mundo, en aras de la codicia corporativa estadounidense. Y los demás se le subordinaron.
La obra de Burns está basada, a su vez, en el libro testimonial Como él lo vio, de Elliott Roosevelt, tercer hijo de Franklin Delano Roosevelt, 32º presidente de los Estados Unidos y de su esposa Eleonor.
El excelente documental de Stone invita a lamentar la tragedia para la humanidad que significó la muerte del presidente Roosevelt, el 12 de abril de 1945 y su reemplazo por el mediocre Harry Truman en vez de por el popular y lógico sucesor Henry Wallace.
Los testimonios de Elliot constituyen obviamente una idílica interpretación —favorable a Franklin Roosevelt— de los desencuentros de este con el primer ministro británico Winston Churchill, que son en realidad reflejo de las contradicciones entre el decadente imperio británico y el ascendente imperialismo de los Estados Unidos.
Narraba Elliot que su padre le decía: “Cuando extraes riquezas de los países coloniales sin aportar a ellos cosas como educación, niveles de vida decentes y requerimientos mínimos de salud, todo lo que haces es almacenar problemas que conducen a la guerra”.
Acerca de la Conferencia de Casablanca de enero de 1943, Roosevelt contó a Elliot: “Hablé de otro tipo de guerra. ¡Hablé de lo que va a ocurrir en nuestro mundo si después de esta guerra permitimos que millones de personas regresen a la semiesclavitud!
Los americanos no estarían muriendo en el Pacífico, si no hubiera sido por la miopía y voracidad de los franceses, los británicos y los holandeses.
¿Permitiremos que ellos se salgan con la suya, otra vez?”
El 5 de enero de 1941, según el referido libro, Roosevelt presentó al Congreso una carta económica de derechos basada en los siguientes principios: Igualdad de oportunidades para jóvenes y demás ciudadanos; plazas de trabajo para aquellos que pudieran hacerlo; seguridad para quienes la necesitasen; fin de los privilegios especiales para unos pocos; preservación de las libertades civiles para todos, y elevación constante de los niveles de vida con el más amplio disfrute de los frutos del progreso científico.
A juicio del autor, las primeras serias discrepancias entre Churchill y Roosevelt, tuvieron lugar en agosto de 1941, en la reunión que sostuvieron en Argentina, Terranova, antes de entrar los Estados Unidos en la guerra.
Allí hubo acaloradas discusiones por la insistencia de Roosevelt en garantizar que al término del conflicto se restituyera la soberanía a las naciones bajo control de los imperios coloniales, en tanto que Churchill insistía en el mantenimiento del opresivo sistema colonial.
Churchill fue literalmente obligado por Roosevelt a firmar la Carta Atlántica, expresiva de los principios de la libertad y el desarrollo económico necesarios para asegurar la paz “tras la destrucción de la tiranía nazi”.
“Señor Presidente —le dijo Churchill a Roosevelt—, yo creo que usted pretende acabar con el imperio británico. Todas sus ideas sobre el mundo de posguerra así lo demuestran. Pero, a pesar de ello, sabemos que usted constituye nuestra única esperanza. Y usted sabe que nosotros lo sabemos. Usted sabe que sin los Estados Unidos, el Imperio de Su Majestad no resiste”.
En la Cumbre de Casablanca, en 1943, Roosevelt claramente dejó ver lo que se proponía para el futuro: “Cuando ganemos la guerra, trabajaré con todas mis fuerzas y empeño por asegurar que los Estados Unidos no sean llevados a apoyar o estimular las ambiciones coloniales de Francia o del imperio británico”.
Unos días más tarde dijo a Elliott: “He tratado de hacer ver a Winston —y a los demás— que nunca deben hacerse la idea de que, porque somos sus aliados en la victoria, nos sumaremos a las arcaicas ideas imperiales medievales.
“Gran Bretaña firmó la Carta Atlántica. Espero que comprenda que el gobierno de los Estados Unidos tiene la intención de hacerla cumplir”, dijo el presidente Roosevelt.
Churchill, no obstante, hizo famoso un comentario que formuló en respuesta a los criterios que se extendieron por todo el sistema colonial inglés acerca de que la Carta Atlántica garantizaría en la posguerra el derecho a la autodeterminación y autogobierno de las colonias británicas. “Yo no fui designado Primer Ministro de Su Majestad para presidir la liquidación del imperio”.
Y, como ha probado la historia de la posguerra, los Estados Unidos se convirtieron en el nuevo poder imperial explotador, causante de guerras y destrucciones en todo el mundo, en aras de la codicia corporativa estadounidense. Y los demás se le subordinaron.
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