Era el más chico de los tres hermanos. El consentido. El dicharachero. El que de niño se escapaba de casa para ir a jugar a la pelota y siempre tenía una sonrisa en el rostro. Así nos describe Ana María a su hermano, Leonardo Mackenzie. Una de las 73 víctimas del atentado al avión CU-455. Un esgrimista de 21 años con sueños que no pudieron ser.
«¿Cómo descubrió su vocación? Por esas cosas irónicas que pasan. De niño no quería estar en las clases de Educación Física y le dijo a los profesores que iba a apuntarse en esgrima porque eso era lo que le gustaba, y lo que empezó como un juego se convirtió en el propósito de su vida».
«Porque al final resultó ser muy bueno». Estando en la categoría escolar, Lioni compitió en Las Tunas en un tope provincial y quedó en primer lugar. Enseguida los entrenadores se dieron cuenta de su potencial y lo mandaron para Santiago de Cuba a seguir preparándose. Ahí fue cuando de verdad comenzó su carrera, cuando ingresó a la EIDE (Escuela de Iniciación Deportiva Escolar), rememora.
Para entonces Mackenzie se perfilaba como una gran figura olímpica. Tanto es así, que sus resultados en el combate cuerpo a cuerpo le valieron el ingreso como reserva del equipo nacional. El torneo Ramón Fonst in Memoriam de 1971 fue su debut internacional, y a partir de ahí continuaría un corto pero fértil camino en la modalidad de florete.
«En aquella fecha yo vivía con mi esposo aquí en La Habana y él vino a quedarse con nosotros, en esta misma casa. Fui casi como su madre. Y es que también lo malcriaba mucho. Imagínate que aunque estaba becado en la ESPA (Escuela Superior de Perfeccionamiento Atlético) y no le faltaba nada, tenía que ir a verlo todas las semanas, a llevarle comida y ropa limpia.
«Ahí estaba yo puntual los miércoles, cogiendo la guagua, llena de pozuelos y con el uniforme colgado en un perchero.
Sus compañeros eran como su fueran mis hijos también. Me daban las camisas para que yo se las lavara, y el fin de semana hacía una comida en familia para que ellos vinieran y pasaran el rato».
Ana María reconoce que una sola vez fue a verlo competir. «¡Qué va! Eso me ponía muy nerviosa, me daba miedo que lo fueran a lastimar, que se hiciera daño, ya sabes uno siempre con ese afán de querer proteger a los suyos. Pero cada vez que ganaba eso era un orgullo tremendo», expresa con emoción, y sonríe.
Los días previos a los Centroamericanos fueron muy tensos. «No llegaban los permisos de entrada. Recuerdo que en casa hacíamos a Lioni viajando cuando por la noche él llega y nos dice que no, que tuvo que regresar desde el aeropuerto porque había problemas con la visa. Al día siguiente vuelve a irse y llega a aterrizar en Barbados, pero de ahí lo viraron de nuevo para Cuba. Esa misma tarde viaja nuevamente. Ya no regresó más».
No le gusta hablar del tema. Han pasado 40 años y el dolor sigue ahí, invariable, como si le acabaran decir. «Después supe que habían dado la noticia por el televisor, en el noticiero. Pero esa noche estaba fuera de casa, había salido a resolver unos papeles porque estábamos reparando y hacían falta materiales de la construcción.
«Cuando bajaba por la calle 130, aquí en Marianao, veo a tanta gente reunida en el parque que me asusté. Ahí estaba mi suegra. Y cuando me dijo lo del atentado, yo no lo podía creer…
«Incluso muchas veces llegué a soñar con él y aunque parecía ilógico, irrazonable, yo guardaba la esperanza de que ellos aparecieran. No fue hasta que encontraron los restos que me resigné a no verlo más».
En la pared de la sala cuelga una foto enmarcada de Mackenzie. Está sentado en la banquilla. Se ve feliz, concentrado.
Todo de blanco con su traje de esgrimista. Sus manos prueban la flexión del florete. En los pies, descansa la careta de protección.
Cada palabra que profesa Ana María deja esa sensación de ausencia, del recuerdo feliz de alguien que ya no está. Solo atina a decir: «¡Ay mija! Hay dolores que nunca se olvidan».
No hay comentarios:
Publicar un comentario