El olor al café caliente introduce la marea de
sensaciones de un día que se augura especial. Siente a lo lejos el
ajetreo de los padres. Abre los ojos y sorprende a mamá en puntadillas
que viene a estamparle un beso en la frente, y en un segundo plano
observa el atuendo de la fiesta de cumpleaños, que quedó cuidadosamente
planchado la noche anterior.
De un tirón está en pie. Un huracán de sorpresas le esperan. No lo sabe. O quizá sí.
Con ímpetu y alegría lo recibe en la puerta de su “casa” el homenajeado, que preparó desde hace días todos los detalles, desde la limpieza y los retoques, hasta desempolvar los conocimientos que debían servirse a los “visitantes”. Finalmente, vienen todos los “amigos”, como cada septiembre, para agasajarlo. Hay muchos conocidos, pero también otros nuevos que llegan para festejar.
Una condición viene implícita en esta algarabía: debe ponerse el traje para la ocasión: el uniforme escolar. Además, traer sobre los hombros una mochila para llevar regalos, y en la mente otro cargamento mucho mayor, donde quepan todas las ansias de saber. Porque este es de esos “amigos” buenos que presta sus libros sin nada a cambio, para después dialogar sobre verdades y promesas, sobre el futuro; un “amigo” que se sabe orgulloso de lo que funda y crea, de las infinitas luces que prende en el corazón.
En una plaza interior o en las afueras del “hogar” el cumpleañero recibe siempre a los “invitados”, y cantan solemnemente una música reconocida: el Himno Nacional. Luego, en cada habitación pueden escucharse las variables del regocijo, que se despejan en una especie de ritual introductorio necesario ante cada comienzo, en las palabras para conocer a los amigos nuevos o hacer a los viejos el recuento de unas vacaciones felices, o a la hora de decir adiós, siempre con las ganas de volver.
Y el anfitrión —digámoslo de una vez— el inicio del curso escolar, observa gustoso la fiesta que hace. No han faltado los colores que inundaron las calles de la ciudad; los maestros, cómplices junto a la familia de las carcajadas de niños, adolescentes y jóvenes. Se les ve contentos a todos, como si de antemano supieran que desde ahora nunca más se estará solo, sino repleto de nuevos horizontes, de personajes e ilustraciones, de ocupaciones estudiantiles…
Al dejar atrás su fiesta ya los “invitados” no pueden dejar de contagiar a los demás. Queda lo más importante: para unos alistar mochilas y libros; para otros hacer que cada día se convierta en un disfrute similar. Lo cierto es que hoy soplamos las velas del nuevo curso. Esta es una fiesta de todos. ¡Llegó la hora de estudiar!
De un tirón está en pie. Un huracán de sorpresas le esperan. No lo sabe. O quizá sí.
Con ímpetu y alegría lo recibe en la puerta de su “casa” el homenajeado, que preparó desde hace días todos los detalles, desde la limpieza y los retoques, hasta desempolvar los conocimientos que debían servirse a los “visitantes”. Finalmente, vienen todos los “amigos”, como cada septiembre, para agasajarlo. Hay muchos conocidos, pero también otros nuevos que llegan para festejar.
Una condición viene implícita en esta algarabía: debe ponerse el traje para la ocasión: el uniforme escolar. Además, traer sobre los hombros una mochila para llevar regalos, y en la mente otro cargamento mucho mayor, donde quepan todas las ansias de saber. Porque este es de esos “amigos” buenos que presta sus libros sin nada a cambio, para después dialogar sobre verdades y promesas, sobre el futuro; un “amigo” que se sabe orgulloso de lo que funda y crea, de las infinitas luces que prende en el corazón.
En una plaza interior o en las afueras del “hogar” el cumpleañero recibe siempre a los “invitados”, y cantan solemnemente una música reconocida: el Himno Nacional. Luego, en cada habitación pueden escucharse las variables del regocijo, que se despejan en una especie de ritual introductorio necesario ante cada comienzo, en las palabras para conocer a los amigos nuevos o hacer a los viejos el recuento de unas vacaciones felices, o a la hora de decir adiós, siempre con las ganas de volver.
Y el anfitrión —digámoslo de una vez— el inicio del curso escolar, observa gustoso la fiesta que hace. No han faltado los colores que inundaron las calles de la ciudad; los maestros, cómplices junto a la familia de las carcajadas de niños, adolescentes y jóvenes. Se les ve contentos a todos, como si de antemano supieran que desde ahora nunca más se estará solo, sino repleto de nuevos horizontes, de personajes e ilustraciones, de ocupaciones estudiantiles…
Al dejar atrás su fiesta ya los “invitados” no pueden dejar de contagiar a los demás. Queda lo más importante: para unos alistar mochilas y libros; para otros hacer que cada día se convierta en un disfrute similar. Lo cierto es que hoy soplamos las velas del nuevo curso. Esta es una fiesta de todos. ¡Llegó la hora de estudiar!
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