Guayacán es el nombre común con el que se conoce a varias especies de árboles nativos de América, pertenecientes a los géneros Tabebuia, Caesalpinia, Guaiacum y Porlieria. Todas las especies de guayacán se caracterizan por poseer una madera muy dura. Es justamente por esa característica que reciben el nombre de guayacán, aun cuando no guarden relación de parentesco entre sí.

viernes, 12 de junio de 2015

Feliz coincidencia en Junio

Junio nos regala una feliz coincidencia en la historia de nuestra nación. Un día 14 de este mes, en 1845, nacía el hombre que se cubriría de bronce para luchar, intransigentemente, por la independencia de Cuba; otro día 14 de este mismo mes, 83 años después, nacería entonces el guerrillero que con admirable heroísmo defendería la libertad de Cuba y de toda la América Latina.
Antonio Maceo Grajales y Ernesto Che Guevara, cubano aquel y argentino este, aunque distantes sean sus fechas de nacimiento, coinciden en nuestra historia no solo por razón de un día, sino por su espíritu de libertad.
Sin embargo, al Titán de bronce me cuesta imaginarlo siempre así, solo de bronce, sin que aquella aleación pudiera provocar el más tierno amor. La sonrisa del Guerrillero heroico siento que muchas veces se ocultaba tras duros esfuerzos.
Para celebrar esta feliz coincidencia de junio, les proponemos acercarnos a la vida de aquellos hombres desde la lectura de los siguientes fragmentos.
Fragmento de Nocturno de la haitiana de Joaquín G. Santana, mención novela del concurso Aniversario del Triunfo de la Revolución del MININT en 1993. “El episodio central de esta novela refleja un hecho histórico acaecido en Haití, en medio del clima político imperante en ese país caribeño en el invierno de 1879, con el agregado de las contradicciones entre los principales protagonistas de nuestra guerra de independencia, inmediatamente después de la célebre Protesta de Baraguá que encarnó el general Antonio Maceo”:
Definitivamente, aunque lo desprecian, ellos no lo conocen, es un hombre al que temen, solo eso, al que odian con la furia salvaje que provoca el temor en los descreídos, en aquellos que violan los límites sagrados de los viejos mandatos divinos: porque desconocen el extraño caudal de energía y misterio que como un río cálido va fluyendo, rondando la existencia de Antonio, un hombre al que no han alcanzado a conocer y les aterroriza, les infunde pavor, eso ella lo sabe, esta mujer haitiana que ha navegado hondo, como ninguna otra persona en Haití, por las aguas profundas de la intimidad del General cubano, y es que también a ella, muchas noches, le ha vibrado en el alma un estremecimiento (Antonio es una inteligencia fuera de todo cálculo, como si fuera capaz de adivinar lo que piensan otros, poseído del instinto de conservación de esos animales que olfatean el peligro, asombrosamente peligroso en medio de dificultades —todo nervio y tensión—, fríamente concentrado en la organización de su defensa ante un posible ataque) y ha sido en esas noches que le ha parecido un hombre de otro mundo, un coloso moreno, una especie de Dios con poderes de telepatía y sorprendentes adivinaciones. No en vano desde el día que lo vio por primera vez, ella, la haitiana, tan ajena a designios y presagios, adivinó contra su voluntad y a despecho de su propio orgullo, que acabaría perteneciéndole en cuerpo y en alma, porque nunca antes ningún otro hombre la miró con esa sutileza, tibia y elegante, de una profundidad que paraliza: haciéndole saber, sin pronunciar palabras, que mucho más allá de esta tierra de negros y franceses, más allá de las lunas y soles caribeñas, en un recodo del camino que andarían juntos esperaba por ellos, en este invierno en 1879, esa confusión de dolor y placer que los mortales llaman el amor.
Lo conoció cuando recién llegaba el General huyendo de conjuras y de intrigas, de los tristes desengaños sufridos en Nueva York y Kingston al intentar reunir las armas necesarias para volver a Cuba, siempre seguro de sí mismo, apostando a favor de los resguardos que protegen su andar por este mundo, donde más de una vez gente que conversa con el Más Allá le ha dicho haber visto a su Ángel de la Guarda, un gigante barbudo y silencioso, caminante de bosques, trepador de montañas, y aunque él no cree sino en lo que ve es un hombre de suerte; nunca queda a merced del desamparo.
En Kingston una mujer leal le compensó de toda la tristeza lacerante que le cerraba el paso, una bella mujer cuyo nombre él pronuncia con agradecimiento —la señora Amalia Marryat—, y cuando lo hace se le endulzan los ojos con las mieles de remotas nostalgias, sin sonrojos ni vacilaciones, para espantar los malos pensamientos de los que andan cazando pecadillos ajenos, porque Antonio es distinto: Antonio siempre actúa sin dobleces, y el amado nombre de María Cabrales, su esposa ante la ley, jamás lo ha silenciado ante ninguna otra, ni de su sangre ni de su corazón lo ha desterrado; él aprendió a querer y a ser querido y a todas les alegra con una intensidad muy diferente: es como esas corales nocturnas solo audibles para ciertos oídos que nacen del fondo de las agitadas corrientes caribeñas y humedecen las costas de estas islas en los claros veranos. Y si algo ella tiene absolutamente comprobado es que Antonio es una fuerza de la naturaleza, un hombre inseparable de una mitología sorprendente, siempre alucinante, flotando a todas horas en esta orilla musical del planeta.
Quien no lo reconozca no entenderá al Caribe.
Ahora que Antonio duerme lo contempla a su gusto, le atraen ese perfil casi perfecto y ese pecho ancho, poderoso y atlético, que respira en calma, liberado de los muchos insomnios de sus campamentos en los montes cubanos. Dicen que fue arriero pero cuesta creerlo: su figura es de un príncipe, sus gestos cortesanos, suave y elegante la cadencia de su conversación, construido parece por las manos de Dios; a su cabeza, sin embargo, le tienen puesto precio los enemigos de la libertad en las Antillas, y él lo sabe y no teme aunque cuida sus pasos, todo lo que hace y lo que dice lo medita, su discreción y su prudencia inspiran respeto. Y también su humildad.
Nunca habla de los recios combates bajo el fuego y la lluvia en que participó, y si algo cuenta de la Guerra Grande que libró en su tierra es para elogiar a alguno de los hombres que peleó a sus órdenes: ni fuma ni bebe este soldado, ni tolera las palabras fuertes que hieren los oídos de las damas, es lo mismo que un tigre, de cristal y de piedra, que en la cerrada jungla del siglo XIX rastrea la armonía y la belleza de las cosas buenas. Aunque Antonio Maceo ha sufrido mucho, nadie lo ponga en duda, más de lo necesario le han hecho padecer. No solo el español; el cubano también. Todo por el bronce de su piel oscura, dorada de sol de sus cabalgaduras por las selvas cubanas, contra viento y marea forjando un mundo nuevo de las ruinas de otro al resplandor de los incendios de los cañaverales, y un huracán de sueños bajo los párpados ahora cerrados.
(Cuando Antonio despierte le hablaré. Quiero dejar en claro que todo lo hice por amor del bueno —se repite la haitiana en su desvelo— pues de imaginarme que haya dudado de mi lealtad se me arrasa de tristeza el alma. Le diré de los riesgos que por él he corrido en Haití y los que aún le acechan esta noche, víspera  de su fuga hacia otra isla, ya que el complot urdido por el Consulado no es cosa de juego. Haití es un equilibrio muy riesgoso, una peligrosísima compensación de esos países nuevos que nacen bendecidos por la gracia de Dios y comienzan de pronto a envejecer entre lacras y vicios. Aquí reside gente generosa, le diré, pero Haití es tan pobre, tan pobre e ignorante que no todos sus hijos están preparados para volver la espalda a un puñado de oro a cambio de la vida de un forastero, un hombre que vino de otras latitudes   y habla una  lengua extraña, un gran señor que aún siendo mestizo como muchos haitianos, tiene una cultura sospechosa y un aire superior que levantan el polvo de la envidia. Hombres de siete meses andan por Haití y el Cónsul de España los conoce; negros que la sangre se les vuelve baba gelatinosa y pestilente ante la tentación. Antonio, por favor, no te prodigues, le diré, adondequiera que vayas no cabalgues de noche ni confíes en nadie. Hoy cuando amanezca partirás y todavía te aguarda el más peligroso de los tramos de esta aventura tuya, siempre comprometido con el doble filo de los riesgos de combatir a España).
Después, antes de despedirse, solo para verle la última sonrisa, le recordará Ios gratos misterios de la noche en que se conocieron, toda llena de estrellas en lo alto y una melodía en el salón que nadie percibía sino ellos: mirándose en silencio, poseídos de la certidumbre de que ese mismo instante ya lo habían vivido muchos siglos atrás y no en esta vuelta del planeta, mucho antes de las primeras luces en el horizonte de la Tierra y las primeras voces y rumores, cuando todo era un inmenso silencio de nieblas, días que se perdieron en la prehistoria y , cual una parábola sobrenatural, ahora renacían en las manos de un tiempo recobrado, un tiempo que les pertenecía solo a ella y a él.
(Buenos días, amor, le diré, toda la lluvia la dormiste profundo, ni siquiera te volteaste en la cama, donde mismo caíste ahí despertaste y te aflojé las ropas y el cinto de cuero, pero permanecieron cerradas las ventanas y bien asegurado el acceso a la puerta del patio, que nunca se sabe lo que piensan los otros para hacer su daño, porque ellos no ignoran, Antonio, le diré, ellos ya saben mucho de nosotros, lo confirmé con Díaz, el dominicano, ese generalito de bolsillo, como tú le dices, cara de castañuela, íntimo amigo del Cónsul Español en Port-au Prince).
Díaz le ha dado vueltas y más vueltas, la ha rondado con insinuaciones, sabe que ella guarda dineros y papeles del General cubano, no hay velada elegante de la capital en que no se le acerque para hablarle: "Puedes servirte de ese amor que te tiene para hacerte muy rica, no vale la pena seguir en esa guerra que él alienta, ¿si no cómo se explica que firmaran en Cuba la Paz del Zanjón y los hombres que fueron sus más fieles soldados volvieran a sus casas, tomaran sus aperos de labranza y de nuevo sembraran de café y de caña sus parcelas, sordos a sus llamados para seguir vagando por los montes, atacando convoyes militares, amenazando con saquear poblaciones pacíficas? Es un loco, no cabe duda, ese Maceo es un alucinado, simplemente un fanático, lo mismo que su cómplice y jefe, Máximo Gómez, que traicionó a España después de haber lucido su uniforme y jurado fidelidad a su bandera, dominicano arrepentido que ahora se proclama campeón de los cubanos y anda por Honduras reclamando, con la misma furia de Maceo, que la deuda está en pie contra Madrid y que los cubanos, más temprano que tarde, regresarán a la manigua."
Fragmento del discurso pronunciado por Fidel Castro Ruz en la Facultad de Derecho de  Buenos Aires el 26 de mayo de 2003, en Tabloide especial, p.3.   
Les voy a decir una de las características del Che y una de las que yo más apreciaba, entre las muchas que apreciaba mucho: él todos los fines de semana trataba de subir el Popocatépetl, un volcán que está en las inmediaciones de la capital. Preparaba su equipo —es alta la montaña, es de nieves perpetuas—, iniciaba el ascenso, hacía un enorme esfuerzo y no llegaba a la cima. El asma obstaculizaba sus intentos. A la semana siguiente intentaba de nuevo subir el Popo —como le decía él— y no llegaba pero volvía a intentar de nuevo subir, y se habría pasado toda la vida intentando subir el Popocatépetl, aunque nunca alcanzara aquella cumbre. Da idea de la voluntad, de la fortaleza espiritual, de su constancia, una de esas características.



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