La llama la encendió Enrique José Varona, cuando cuestionó a la juventud cubana por su pasividad ante la tiranía machadista. Aquellas palabras estremecieron a las más nuevas generaciones de cubanos. Y el recientemente constituido Directorio Estudiantil Universitario (el régimen tiránico había ilegalizado la FEU) organizó una marcha a casa del viejo mentor para demostrarle que eran sus legítimos discípulos.
El 30 de septiembre de 1930, día escogido para la manifestación estudiantil, amaneció con una pertinaz llovizna y la Universidad rodeada de policías a pie y a caballo, “ya con los sables desenfundados, (...) movilizándose como si fueran a tomar posiciones“, según describiera años después el poeta José Lezama Lima. A pesar del cerco policial los jóvenes se fueron concentrando en la casa de altos estudios, la única existente entonces en Cuba.
Pronto circuló una consigna entre los jóvenes: “Hacia el parque Alfaro”. Relataría Raúl Roa, el luego Canciller de la Dignidad: “De allí partiríamos en manifestación al Palacio Presidencial, a demandarle a Machado la renuncia en su propia cara. La determinación, aunque asaz peligrosa, era políticamente más efectiva que ir hasta el domicilio de Varona”.
Hacia Infanta partió la multitud, pues a los universitarios se les habían sumado obreros, profesionales, gente de pueblo y una nutrida representación del Instituto de La Habana, el único preuniversitario no privado de la capital en aquella época. Alguien desplegó una bandera cubana en la avanzada. Un veterano mambí, solidario con los manifestantes, también marchaba en la vanguardia, con una corneta de órdenes bajo el brazo. “Toca algo”, le pidieron los jóvenes. “¿Qué toco?”. “Toca a degüello”.
La policía a caballo se les echó encima. Se generalizó un combate cuerpo a cuerpo. Tolete en ristre, las huestes de Ainciart (jefe de la policía de Machado) intentaban contener la rebeldía juvenil pero eran blanco de los puños de Pablo de la Torriente Brau, Rafael Trejo, Pepelín Leyva y otros deportistas caribes, a los que se le sumó un refuerzo inesperado: un alumno del Instituto, Rodolfo de Armas, boxeador amateur, a quien le llamaban “Trompá” por la fortaleza de su pegada. “Policía que tocaban, policía que caía”, describiría con fruición Roa décadas más tarde.
Los alumnos de la Enseñanza Media no se quedaban atrás. Lezama, jadeante y sudoroso, coreaba encendidas consignas antimachadistas. El luego comandante rebelde Luis Orlando Rodríguez junto con el, años más tarde, escritor costumbrista Eduardo Robreño, lideraban la lluvia de ladrillos con que los estudiantes del Instituto rociaban a los sicarios de Machado, que apelaron a las armas de fuego.
Tres, cuatro, cinco policías, en lucha desigual, derribaron a Pablo de la Torriente. Juan Marinello, uno de los pocos docentes que se sumaron a la manifestación, acudió a auxiliarlo. Con el blanco traje de dril cien manchado por la sangre de su alumno, lo detuvo la policía. A Pablo lo enviaron a un hospital. Entretanto Trejo se enfrentaba a un policía, quien intentaba extraer de la funda una pistola. Se escuchó un disparo. El estudiante de Derecho se desplomó. Falleció en horas del 1ro. de octubre.
A partir de la manifestación del 30 de septiembre de 1930 la juventud cubana le declaró la guerra sin cuartel a la tiranía machadista. Pablo de la Torriente Brau expresaría ese sentir en un artículo aparecido en la revista Alma Mater (noviembre de 1930): “¡Arriba muchachos, que la dignidad de Cuba es hoy menor de edad! ¡Arriba muchachos, con la vergüenza viva y sin miedo, que una herida hoy es un honor y una prisión un mérito!”.
“(…) ¡Arriba muchachos, limpiemos de una vez, con el torrente puro e impetuoso de nuestra juventud esta república nuestra que han podrido y han vendido al extranjero (…)! ¡Arriba muchachos!”.
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