Alina Martínez Triay /
Haber estado en dos ocasiones en manos del torturador y asesino
Esteban Ventura Novo fue para María Trasancos Álvarez una terrible
experiencia. “¿Y esta m… es Mariíta?’’, exclamó indignado el temido
coronel del batistato cuando trajeron a su presencia a la menuda
luchadora clandestina de solo 16 años, que pese a su corta edad ya
dirigía un grupo de revolucionarios y actuaba bajo las órdenes de
Sergio González López, El Curita.
La muchacha conspiraba contra la dictadura batistiana desde los 14, cuando ingresó a la Escuela Profesional de Comercio de La Habana. Su historia es la de muchos jóvenes combatientes de su generación que, en abierto desafío al poderoso aparato represivo del régimen, libraron en el adverso escenario de la capital una pelea desigual en la que muchos sufrieron detención, torturas y hasta la muerte.
Esa dramática situación no motivaba entonces ninguna denuncia de las agencias de prensa acreditadas en la isla ni condenas de organismos internacionales por las continuas y flagrantes violaciones de los derechos humanos ni mucho menos críticas del Gobierno de Estados Unidos que veía al dictador Fulgencio Batista como el “hombre fuerte” que necesitaba Cuba. Para el régimen cubano de entonces la vida de aquellos jóvenes no valía nada.
María rememora aquella primera detención con la misma rabia que sintió ante el maltrato recibido desde que la apresaron en un apartamento de la calle Atlanta, en Mantilla, adonde había acudido junto al también combatiente del Movimiento 26 de Julio, Ricardo Gómez, para recoger unas pistolas y cartuchos de dinamita: “En la estación, Ventura comenzó a golpearme, me cogió por el pelo y me retorció como si fuera un pollo; Ricardo le gritó: ‘¡Cobarde, no le pegues a ella, pégame a mí!’, y le cayeron encima todos los esbirros que allí se encontraban. Yo tenía conmigo unas direcciones anotadas en unos papeles, pedí ir al baño y los boté en la taza del inodoro, los esbirros se dieron cuenta, me sacaron por los pelos y volvieron a golpearme.
“Como había sido apresada el 6 de enero de 1958, Ventura se mofaba de mí diciéndome: ‘Mariíta, ¿qué te trajeron los Reyes Magos?’ Y él mismo respondía con cinismo: ‘Un Ventura, un Ventura…’ Al referirse a mis compañeros de lucha los llamaba ‘todos esos maridos tuyos’, a lo que yo respondía: “Te equivocas, son mis hermanos”. Yo me puse en muy malas condiciones pero afortunadamente por gestiones de mi mamá salvé la vida. Me expulsaron de la Escuela de Comercio”.
A pesar de los años transcurridos, María se estremece de dolor al evocar el asesinato, en febrero, de Gerardo Abreu, Fontán, cuyo cadáver salvajemente torturado fue arrojado, cual irónica paradoja, junto al Palacio de Justicia; y el crimen cometido en marzo contra su jefe, El Curita, cuyo cuerpo martirizado fue arrojado en el reparto Altahabana. “Al Curita, que era mayor que yo, lo quería como a un padre. Junto a él aparecieron muertos Bernardo Juan Borrell, al que también quería muchísimo, y Bernardino García Santos, Motica, que era mi novio. Fue para mí un día negro. Me costó recuperarme del asesinato de Fernando Alfonso Torice, el Negro Morúa, a quien apreciaba mucho, y me indigné al saber que otro compañero, Pedro María Rodríguez, que había ido a su casa en Taguasco a estar con sus padres antes de alzarse, fue herido al enfrentarse a la Guardia Rural y cuando estaba siendo atendido lo mataron a él y al médico que lo asistía”.
El 1ro de agosto, Mariíta fue secuestrada en plena calle y conducida a la 9na. estación de policía. En el despacho de Ventura vio a otros connotados torturadores que estaban bebiendo, festejando algo, y el coronel le preguntó en tono de burla: “Mariíta, ¿tú sabes de dónde venimos?”, y ante su respuesta negativa, le informó con cruel satisfacción: “De matar a tus hermanos presos”. Ella no podía creerlo, se trataba de la masacre cometida ese día en El Príncipe: tres revolucionarios murieron y una veintena resultaron heridos.
Al ser liberada por gestiones de un senador de la república, Mariíta fue amenazada por uno de sus captores con total descaro: “Cuídate porque no habrá tercera vez, en la próxima te la arrancamos”.
Muy perseguida, el 31 de diciembre de 1958 Mariíta ya no tenía dónde ocultarse. La noticia de la victoria la sorprendió caminando de noche por La Habana Vieja. Había pasado del infierno a la vida.
La muchacha conspiraba contra la dictadura batistiana desde los 14, cuando ingresó a la Escuela Profesional de Comercio de La Habana. Su historia es la de muchos jóvenes combatientes de su generación que, en abierto desafío al poderoso aparato represivo del régimen, libraron en el adverso escenario de la capital una pelea desigual en la que muchos sufrieron detención, torturas y hasta la muerte.
Esa dramática situación no motivaba entonces ninguna denuncia de las agencias de prensa acreditadas en la isla ni condenas de organismos internacionales por las continuas y flagrantes violaciones de los derechos humanos ni mucho menos críticas del Gobierno de Estados Unidos que veía al dictador Fulgencio Batista como el “hombre fuerte” que necesitaba Cuba. Para el régimen cubano de entonces la vida de aquellos jóvenes no valía nada.
María rememora aquella primera detención con la misma rabia que sintió ante el maltrato recibido desde que la apresaron en un apartamento de la calle Atlanta, en Mantilla, adonde había acudido junto al también combatiente del Movimiento 26 de Julio, Ricardo Gómez, para recoger unas pistolas y cartuchos de dinamita: “En la estación, Ventura comenzó a golpearme, me cogió por el pelo y me retorció como si fuera un pollo; Ricardo le gritó: ‘¡Cobarde, no le pegues a ella, pégame a mí!’, y le cayeron encima todos los esbirros que allí se encontraban. Yo tenía conmigo unas direcciones anotadas en unos papeles, pedí ir al baño y los boté en la taza del inodoro, los esbirros se dieron cuenta, me sacaron por los pelos y volvieron a golpearme.
“Como había sido apresada el 6 de enero de 1958, Ventura se mofaba de mí diciéndome: ‘Mariíta, ¿qué te trajeron los Reyes Magos?’ Y él mismo respondía con cinismo: ‘Un Ventura, un Ventura…’ Al referirse a mis compañeros de lucha los llamaba ‘todos esos maridos tuyos’, a lo que yo respondía: “Te equivocas, son mis hermanos”. Yo me puse en muy malas condiciones pero afortunadamente por gestiones de mi mamá salvé la vida. Me expulsaron de la Escuela de Comercio”.
A pesar de los años transcurridos, María se estremece de dolor al evocar el asesinato, en febrero, de Gerardo Abreu, Fontán, cuyo cadáver salvajemente torturado fue arrojado, cual irónica paradoja, junto al Palacio de Justicia; y el crimen cometido en marzo contra su jefe, El Curita, cuyo cuerpo martirizado fue arrojado en el reparto Altahabana. “Al Curita, que era mayor que yo, lo quería como a un padre. Junto a él aparecieron muertos Bernardo Juan Borrell, al que también quería muchísimo, y Bernardino García Santos, Motica, que era mi novio. Fue para mí un día negro. Me costó recuperarme del asesinato de Fernando Alfonso Torice, el Negro Morúa, a quien apreciaba mucho, y me indigné al saber que otro compañero, Pedro María Rodríguez, que había ido a su casa en Taguasco a estar con sus padres antes de alzarse, fue herido al enfrentarse a la Guardia Rural y cuando estaba siendo atendido lo mataron a él y al médico que lo asistía”.
El 1ro de agosto, Mariíta fue secuestrada en plena calle y conducida a la 9na. estación de policía. En el despacho de Ventura vio a otros connotados torturadores que estaban bebiendo, festejando algo, y el coronel le preguntó en tono de burla: “Mariíta, ¿tú sabes de dónde venimos?”, y ante su respuesta negativa, le informó con cruel satisfacción: “De matar a tus hermanos presos”. Ella no podía creerlo, se trataba de la masacre cometida ese día en El Príncipe: tres revolucionarios murieron y una veintena resultaron heridos.
Al ser liberada por gestiones de un senador de la república, Mariíta fue amenazada por uno de sus captores con total descaro: “Cuídate porque no habrá tercera vez, en la próxima te la arrancamos”.
Muy perseguida, el 31 de diciembre de 1958 Mariíta ya no tenía dónde ocultarse. La noticia de la victoria la sorprendió caminando de noche por La Habana Vieja. Había pasado del infierno a la vida.
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