Guayacán es el nombre común con el que se conoce a varias especies de árboles nativos de América, pertenecientes a los géneros Tabebuia, Caesalpinia, Guaiacum y Porlieria. Todas las especies de guayacán se caracterizan por poseer una madera muy dura. Es justamente por esa característica que reciben el nombre de guayacán, aun cuando no guarden relación de parentesco entre sí.

sábado, 19 de septiembre de 2015

La sagrada independencia

Monseñor Guillermo González Arocha. Foto: Archivo
A inicios de 1869, fuerzas del Ejército Li­ber­tador en la provincia de Las Villas irrumpieron en el poblado de Yaguaramas, jurisdicción de Cienfuegos, y lo ocuparon. La acción tuvo significativa repercusión. Más que por el resultado victorioso de las armas cubanas, las autoridades coloniales se encolerizaron ante el hecho de que el párroco de la iglesia de Nuestra Se­ño­ra del Rosario de Yaguaramas, padre Fran­cisco Es­quem­bre y Guzmán, bendijera la bandera cubana enarbolada por los libertadores y la causa de la independencia. En alentadoras palabras, convidó a los patriotas a no claudicar en el empeño.
Para evitar la reacción del cuerpo de voluntarios dispuesto a lincharlo, sus superiores de­ci­dieron trasladar a Esquembre a la parroquia de Nuestra Señora de la Merced, en Quiebra Hacha, Pinar del Río. El 24 de abril tomó posesión del puesto. Dos días después era conducido prisionero a La Habana, donde guardó prisión por algo más de un año. Trasladado a la cár­cel de Cien­fuegos, fue sometido a Consejo de Guerra verbal y condenado a la pena de muerte por el delito de infidencia. El 30 de abril fue ejecutado. Momentos antes del fusilamiento, reiteró a sus verdugos: “…Pido al cielo la bendición para Cuba y su bandera”. El periódico Diario Cubano, publicado en Nueva York, de­dicaría a los pocos días una hermosa crónica al insigne patriota:
“…Era una de esas almas para quienes la vida tiene poesía y encanto en todas las edades; que saben sufrir un día un gran dolor, pero que jamás sienten secarse el manantial de ilusiones de que el destino las ha llenado; que se apasionan por todas las ideas grandes y elevadas; que creen en la virtud de los hombres y en la santidad de los principios, y que antes de sacrificar uno solo de estos, prefiere perderlo todo, empezando por su existencia…”[1]
Francisco Esquembre. Foto: Archivo
Pero no fue Esquembre el único sacerdote que en la Guerra Grande se identificara con la causa de la independencia. Aunque la jerarquía de la iglesia católica apoyó mayoritariamente a la metrópoli española, los principales jefes de la insurrección no incentivaron sentimientos antirreligiosos en el pueblo. De hecho, el Padre de la Patria, Carlos Manuel de Cés­pedes, el 6 de noviembre de 1868, apenas co­menzada la guerra, firmó en Bayamo sendos de­cretos disponiendo, en uno, la concurrencia de todas las tropas acantonadas en la ciudad a la ceremonia de bendición de la bandera, y en otro, ordenando la obligatoriedad de la asistencia a misas, los domingos, de todas las tropas, exceptuando las que se encontrasen de guardia o en puestos militares de importancia.
No es tampoco casual que una de las primeras acciones victoriosas del Ejército Libertador fuese la ocupación por el brigadier Félix Fi­gueredo, en diciembre de 1868, de la villa del Co­bre, santuario de la Virgen de la Caridad, y la presencia en el poblado ocupado del propio Carlos Manuel de Céspedes.
No son pocos los ejemplos de sacerdotes patriotas. El Padre Jerónimo Izaguirre que oficiaba en la parroquia de Barrancas, recibió en su templo a las tropas de Céspedes tras el ataque a Yara y bendijo por primera vez la bandera enarbolada en nombre de la libertad. Ya en Bayamo, frente a la Iglesia Mayor, los padres Diego José Batista y Juan Luis Soleilac bendijeron nuevamente la bandera y cantaron un Te Deum en honor a los insurgentes.
En octubre de 1871, el gobierno colonial de­cretaba el embargo de todos sus bienes al presbítero Eusebio Bejarano y Ruiz, cura párroco de la iglesia de San Juan de los Remedios, por entonces en el extranjero, debido a la persecución de las autoridades coloniales por su contribución a la causa de la libertad. El 8 de enero de 1873, un Consejo de Guerra condenaba a de­portación de la Isla, por el delito de infidencia, al presbítero Adolfo del Castillo. Al año siguiente, en el mes de febrero, la columna del coronel español Federico Esponda y Morell en ope­raciones llevadas a cabo en el Depar­ta­mento O­riental, capturó en plena manigua al padre Basilio Castro, acompañado de cuatro combatientes, 17 mujeres y siete niños.
En la manigua vivió los diez años de la primera guerra el padre Braulio Cástulo de los Dolores Odio Pécora, natural de Santiago de Cuba, quien llevara a los campos de Cuba libre las misas, los sacramentos, bautizos, bodas y su inconmensurable apoyo espiritual. Había partido a la manigua acompañado del también sacerdote Julio Villasana Mas. Fue subordinado de los generales Donato Mármol y Vicente García. Este último llegó a considerarlo Cape­llán del Ejército Libertador. Presumía como ar­ma de guerra, la cruz. Siempre fiel al ideario independentista, al término de la guerra en 1898, los mambises solicitaron al arzobispo de Santiago de Cuba, el nombramiento de Odio co­mo canónigo de la Santa Basílica Metro­po­litana de Santiago de Cuba. Su sepelio, en no­viembre de 1908, conmovió a la sociedad santiaguera.
Pero no solo en la Isla los párrocos cubanos trabajaban por la independencia. En abril de 1896, el sacerdote Ricardo T. Arteaga era propuesto por los emigrados cubanos en Vene­zuela, Agente General de la Revolución en dicho país. Convencido patriota, no aceptó el puesto por considerar que era más útil trabajando anónimamente como dueño del más grande y lujoso hotel de La Guaira, puerto de entrada a Caracas, desde donde podía obtener fondos para la causa cubana y brindar otros servicios.
Destacan en la gesta del 95 dos presbíteros por su activa participación en la guerra de independencia: el chileno Ricardo Elizari López, y el habanero Guillermo González Arocha, natural del poblado de Regla. Elizari, sacerdote ca­tólico, apostólico y romano, era natural de San­tiago de Chile y había arribado a la ciudad de Santiago de Cuba en noviembre de 1894. Poco tiempo después mereció ser nombrado cura párroco de la Villa del Cobre y capellán de la Virgen de la Caridad. Su prédica se hizo famosa y pronto fue conocido entre los feligreses como “El padre chileno”.
A principios de la guerra, por medio del repique de las campanas de la iglesia del Cobre, avisaba a las fuerzas insurrectas la entrada y salida de las fuerzas españolas a la ciudad de Santiago de Cuba. Su prédica popular fue acom­pañada por la acusación del alto clero, sobre supuesta falsificación de documentos eclesiásticos. En abril de 1897, marchó a la manigua.
Su hoja de servicios en el Ejército Libertador lo acreditaba como Licenciado en Derecho e hijo de Serafín y Ciriaca. Ingresó en el Ejército Libertador el 7 de abril de 1897 en el 1er. Cuerpo, 2da. Di­visión, 1ra. Brigada, Regimiento de In­fan­tería Ba­conao como Auditor de Gue­rra. Fue ascendido a Capitán el 12 de diciembre de 1897 y a comandante el 21 de diciembre de ese mis­mo año.
Monseñor Guillermo González Arocha oficiaba en la diócesis del poblado de Artemisa, Pinar del Río, desde el año 1893. Allí se vinculó con la patriota Magdalena Peñarredonda, Delegada de la Revolución en Vueltabajo, y responsable de las redes de inteligencia y aseguramiento del ge­neral Antonio Maceo en el Sexto Cuerpo, y de sus sustitutos los mayores generales Juan Rius Ri­vera, puertorriqueño, y Pedro Díaz Molina.
Con el seudónimo de Virgilius para los servicios secretos mambises, Arocha continuó el trabajo desplegado por Peñarredonda cuando esta fue hecha prisionera. Ante la sospecha de ser descubierto, cambió su seudo por el de Favio Rey, con el que trabajó hasta concluida la guerra. Mucho sufrió el prelado cuando el régimen colonial fusiló a su ayudante el joven de 16 años Manuel Valdés, quien lo auxiliaba en el traslado de correspondencia entre los jefes libertadores. Hasta minutos antes de su ejecución, Arocha lo acompañó brindándole aliento. El joven revolucionario no lo delató. Nunca supo España que el hombre que le ha­bía entregado la comprometedora correspondencia que lo condenaba a morir, era el párroco que con la cruz en la mano alentaba afligido al acusado, hasta el pie del sepulcro.
Parejo a su actividad conspirativa, el padre Arocha estableció en Artemisa en 1896, un a­si­lo para niños huérfanos. Terminada la guerra fundaría en el cafetal La Matilde, un hospital militar para miembros del Ejército Liber­tador. Después crearía una escuela para niños sordos mudos y con retraso mental. Fue un gran benefactor. En 1920 el Ayuntamiento de Artemisa lo nombró hijo adoptivo. El primero de abril de 1939, a la edad de 70 años, falleció en La Ha­bana. Una compañía de artillería y una banda militar, acompañaron sus restos a la necrópolis de Colón. Se le rindieron honores de Capitán del Ejército Libertador.
Artemisa decidió entonces rendir a su ama­do sacerdote un modesto homenaje. En el parque, junto a la iglesia se le erigió un busto. El orador de la ocasión, recogió emocionado el sentir de aquel pueblo:
“… En su vida, el Padre Arocha tuvo en una mano el cáliz y la hostia para celebrar el sacrificio de la misa; pero nadie negará que en la otra mano tuvo el cáliz del patriotismo y también la hostia de la independencia, pues Cuba debe mucho a aquel sacerdote que tanto laboró por las libertades de su patria. Pues todos sabemos que él no tuvo más que dos amores: la iglesia y su patria, su patria y la iglesia. Y parodiando el caso del Generalísimo Máximo Gó­mez en la Asamblea del Cerro, de todos conocido, os digo en este memorable día para este pueblo, donde fue tanta la participación de aquel virtuoso sacerdote en el desenvolvimiento progresivo de este agregado social, que yo también reto, al que quiera escribir la historia de Artemisa, sin hacer uso del nombre esclarecido de Monseñor Guillermo González Arocha.”[2]
[1] Diario Cubano. Nueva York, 5 de mayo de
 1870. Pá­gina 2.
[2] Mesa Rodríguez, Manuel I. Academia de la
 Historia de Cuba. La Habana, 1945. Página 42.

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