Ya
en Cuba había estallado la guerra el 24 de febrero de 1895 y José Martí
padecía que la dirección de la Revolución no estuviera aún en la
manigua para encabezarla
Parecían cerrarse todos los caminos. Ya en Cuba había estallado la
guerra el 24 de febrero de 1895 y José Martí padecía que la dirección de
la Revolución no estuviera aún en la manigua para encabezarla.
Empantanado con Máximo Gómez en Montecristi, ambos confiaron en un
comisionista que les había prometido una goleta, con tripulación
incluida, que los llevaría a la Isla amada. Pero los marinos se negaron a
realizar la travesía.
A pesar de los obstáculos el Apóstol no perdía el optimismo. No dudaba de que al fin iba a lograr su empeño y escribió a doña Leonor, la madre: “Hoy, 25 de marzo, en vísperas de un largo viaje, estoy pensando en usted. Yo sin cesar pienso en usted. Usted se duele, en la cólera de su amor, del sacrificio de mi vida; y ¿por qué nací de Vd. con una vida que ama el sacrificio? Palabras, no puedo. El deber de un hombre está allí donde es más útil. Pero conmigo va siempre, en mi creciente y necesaria agonía, el recuerdo de mi madre”.
No será la única carta que redactó y envió aquel día. Confesaría a Federico Henríquez y Carvajal: “Donde esté mi deber mayor, adentro o afuera, allí estaré yo”. Impartió instrucciones a Rafael Rodríguez sobre 400 rifles y unos 60 patriotas fogueados que aguardaban impacientes; a Gonzalo de Quesada y Benjamín Guerra, sobre planes expedicionarios. Su gran obsesión, evidente en las líneas enviadas: “contribuir a ordenar la guerra de manera que lleve adentro sin traba, la república”.
Y no podía faltar un mensaje para sus niñas, María y Carmen Mantilla: “Salgo de pronto a un largo viaje, sin pluma ni tinta, ni modo de escribir en mucho tiempo. Les abrazo, les abrazo muchas veces sobre mi corazón. Una carta he de recibir siempre de ustedes y es la noticia, que me traerá el sol y las estrellas, de que no amarán en este mundo sino lo que merezca amor”.
De común acuerdo con Máximo Gómez, dedicó el resto del día a la redacción de un documento, que ha pasado a la historia con el nombre de Manifiesto de Montecristi, donde se explicaba al pueblo cubano y al mundo las razones por las cuales un grupo de patriotas se lanzaba nuevamente a la lucha armada. Como para dejar constancia de que la contienda independentista es una sola y que la actual es la continuadora de la iniciada por Céspedes, subrayaba en la primera línea del texto: “La revolución de independencia, iniciada en Yara, después de preparación gloriosa y cruenta, ha entrado en Cuba en un nuevo período de guerra”.
Martí vislumbró entonces el carácter universal de la gesta de 1895 y alertaba que no solo era necesario alcanzar la independencia de Cuba y lograr el equilibrio del mundo con la creación de un archipiélago libre, también resultaba imprescindible construir la república moral en América. Por ello insistía en “el alcance humano” de la “guerra sin odios” que se llevaría a cabo y advertía: “Cuba vuelve a la guerra con un pueblo democrático y culto, conocedor celoso de su derecho y del ajeno”.
“La guerra no es contra el español”, reiteraba. “Ni del desorden, ajeno a la moderación probada del espíritu de Cuba, será cuna la guerra; ni de la tiranía. Los que la fomentaron, y pueden aún llevar su voz, declaran en nombre de ella, ante la patria, su limpieza de todo odio, su indulgencia fraternal para con los cubanos tímidos o equivocados, su radical respeto al decoro del hombre”, agregaba después.
A quienes pretendían dividir a los cubanos por el color de la piel, les refutaba “la tacha de amenaza de la raza negra con que se quisiese inicuamente levantar por los beneficiarios del régimen de España, el miedo a la revolución”. Y más adelante añadía: “La revolución lo sabe, y lo proclama; la emigración lo proclama también. Allí no tiene el cubano negro escuelas de ira, como no tuvo en la guerra una sola culpa de ensoberbecimiento indebido o de insubordinación. En sus hombros anduvo segura la República a que no atentó jamás. Sólo los que odian al negro ven en el negro odio”.
“Desde sus raíces se ha de constituir la patria con formas viables”, aseguraba el Apóstol y convocaba “tras el alma y guía de los primeros héroes, a abrir a la humanidad una república trabajadora” con la esperanza de fundarla sobre la base de “la libertad del pensamiento, la equidad de las costumbres y la paz del trabajo”.
El Manifiesto de Montecristi, como consigna su párrafo final, fue suscrito conjuntamente con el Generalísimo, quien al concluirse su redacción, no objetó “un solo pensamiento suyo” ni propuso cambio alguno, según Martí, pues “sus ideas envuelven a la vez, aunque proviniendo de diversos campos de experiencia, el concepto actual del general Gómez, y el del Delegado”.
Según la historiadora Caridad Pacheco, “el Manifiesto… fue enviado a Nueva York, cumpliendo con ello instrucciones muy precisas de Martí acerca de la impresión de diez mil ejemplares que garantizaran su distribución dentro de Cuba, sobre todo entre los españoles y los cubanos negros, así como una apropiada difusión en la prensa y entre los gobiernos latinoamericanos”.
A pesar de los obstáculos el Apóstol no perdía el optimismo. No dudaba de que al fin iba a lograr su empeño y escribió a doña Leonor, la madre: “Hoy, 25 de marzo, en vísperas de un largo viaje, estoy pensando en usted. Yo sin cesar pienso en usted. Usted se duele, en la cólera de su amor, del sacrificio de mi vida; y ¿por qué nací de Vd. con una vida que ama el sacrificio? Palabras, no puedo. El deber de un hombre está allí donde es más útil. Pero conmigo va siempre, en mi creciente y necesaria agonía, el recuerdo de mi madre”.
No será la única carta que redactó y envió aquel día. Confesaría a Federico Henríquez y Carvajal: “Donde esté mi deber mayor, adentro o afuera, allí estaré yo”. Impartió instrucciones a Rafael Rodríguez sobre 400 rifles y unos 60 patriotas fogueados que aguardaban impacientes; a Gonzalo de Quesada y Benjamín Guerra, sobre planes expedicionarios. Su gran obsesión, evidente en las líneas enviadas: “contribuir a ordenar la guerra de manera que lleve adentro sin traba, la república”.
Y no podía faltar un mensaje para sus niñas, María y Carmen Mantilla: “Salgo de pronto a un largo viaje, sin pluma ni tinta, ni modo de escribir en mucho tiempo. Les abrazo, les abrazo muchas veces sobre mi corazón. Una carta he de recibir siempre de ustedes y es la noticia, que me traerá el sol y las estrellas, de que no amarán en este mundo sino lo que merezca amor”.
De común acuerdo con Máximo Gómez, dedicó el resto del día a la redacción de un documento, que ha pasado a la historia con el nombre de Manifiesto de Montecristi, donde se explicaba al pueblo cubano y al mundo las razones por las cuales un grupo de patriotas se lanzaba nuevamente a la lucha armada. Como para dejar constancia de que la contienda independentista es una sola y que la actual es la continuadora de la iniciada por Céspedes, subrayaba en la primera línea del texto: “La revolución de independencia, iniciada en Yara, después de preparación gloriosa y cruenta, ha entrado en Cuba en un nuevo período de guerra”.
Martí vislumbró entonces el carácter universal de la gesta de 1895 y alertaba que no solo era necesario alcanzar la independencia de Cuba y lograr el equilibrio del mundo con la creación de un archipiélago libre, también resultaba imprescindible construir la república moral en América. Por ello insistía en “el alcance humano” de la “guerra sin odios” que se llevaría a cabo y advertía: “Cuba vuelve a la guerra con un pueblo democrático y culto, conocedor celoso de su derecho y del ajeno”.
“La guerra no es contra el español”, reiteraba. “Ni del desorden, ajeno a la moderación probada del espíritu de Cuba, será cuna la guerra; ni de la tiranía. Los que la fomentaron, y pueden aún llevar su voz, declaran en nombre de ella, ante la patria, su limpieza de todo odio, su indulgencia fraternal para con los cubanos tímidos o equivocados, su radical respeto al decoro del hombre”, agregaba después.
A quienes pretendían dividir a los cubanos por el color de la piel, les refutaba “la tacha de amenaza de la raza negra con que se quisiese inicuamente levantar por los beneficiarios del régimen de España, el miedo a la revolución”. Y más adelante añadía: “La revolución lo sabe, y lo proclama; la emigración lo proclama también. Allí no tiene el cubano negro escuelas de ira, como no tuvo en la guerra una sola culpa de ensoberbecimiento indebido o de insubordinación. En sus hombros anduvo segura la República a que no atentó jamás. Sólo los que odian al negro ven en el negro odio”.
“Desde sus raíces se ha de constituir la patria con formas viables”, aseguraba el Apóstol y convocaba “tras el alma y guía de los primeros héroes, a abrir a la humanidad una república trabajadora” con la esperanza de fundarla sobre la base de “la libertad del pensamiento, la equidad de las costumbres y la paz del trabajo”.
El Manifiesto de Montecristi, como consigna su párrafo final, fue suscrito conjuntamente con el Generalísimo, quien al concluirse su redacción, no objetó “un solo pensamiento suyo” ni propuso cambio alguno, según Martí, pues “sus ideas envuelven a la vez, aunque proviniendo de diversos campos de experiencia, el concepto actual del general Gómez, y el del Delegado”.
Según la historiadora Caridad Pacheco, “el Manifiesto… fue enviado a Nueva York, cumpliendo con ello instrucciones muy precisas de Martí acerca de la impresión de diez mil ejemplares que garantizaran su distribución dentro de Cuba, sobre todo entre los españoles y los cubanos negros, así como una apropiada difusión en la prensa y entre los gobiernos latinoamericanos”.
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