A tres días de cumplirse, este 4 de septiembre, 18 años del asesinato de su hijo, quiso la vida —con sus caprichos e ironías— que cerrara definitivamente sus ojos. A los 94 años, Giustino Di Celmo, un italiano “amigo entrañable de Cuba”, se fue con un “hasta siempre” de entre quienes le quisieron, admiraron y respetaron.
Solo así, con la muerte, podía retirarse de la lucha incesante contra el terrorismo. El mismo mal, hijo de la misma miseria humana del odio, que con una bomba made in USA le arrancó a su Fabio —de cuajo— la vida.
Las casualidades tristes no eran noticia para los Di Celmo. Precisamente el día que Fabio debía cumplir 47 años —de no haber sido ultimado por la explosión de aquella bomba en el habanero hotel Copacabana, el 4 de septiembre de 1997—, falleció Ora Bassi, su madre. Era el 1ro. de junio del 2012.
Ora, quien también hizo suya la bandera de repudio al terrorismo, declararía sobre el siniestro el contraste del dolor para los familiares de víctimas de esos actos (como el sembrado en su hogar), mientras los autores de tales crímenes se vanagloriaban de sus planes maquiavélicos.
El ejemplo vivo: “Posada Carriles, el cual tuvo la desvergüenza de decir, luego de la explosión de la bomba que arrancó la vida de mi hijo menor, que él ‘dormía como un bebé’ y que Fabio estaba ‘en el lugar y en el momento equivocados’, como publicó el periódico norteamericano The New York Times. Nada de la mafia de Miami me asombra, todos ellos viven de la contrarrevolución como si fuera un negocio cualquiera”, alegaba Ora.
Tiempo después, con los pesares multiplicados por ambos adioses, declaró Giustino: “mi compañera por más de sesenta años, mi esposa, mi amor (…) compartió conmigo la pena de haber perdido a Fabio, el más pequeño de nuestros hijos. Ella murió sin el consuelo de saber que el organizador y mayor responsable de ese acto terrorista, fuese juzgado por su crimen. Eso no es justo”.
Así hablaba el empresario que llegó a Cuba en 1992 y se enamoró de su gente, como lo haría su hijo —el número 10 de la selección de fútbol de Génova y su capitán— un año después. En medio de las complejidades y carencias del periodo especial, arreciadas por el bloqueo norteamericano, Giustino comenzó a actuar no como hombre de negocios, sino como amigo de la Revolución, con toda la carga semántica de la palabra: desde apoyar en la obtención de mercancías de difícil acceso para la nación, la propia visión y gestión (hasta donde le fue posible) de Fabio por fomentar la preferencia de la mayor de las Antillas como destino turístico, y otras expresiones de solidaridad.
Pero la que más marcó la historia personal de amistad con Cuba, tras la pérdida de su hijo —a quien llamó así en honor a un general romano—, fue la de no resignarse solo a sufrir, pues bien pudo regresar a su Italia natal para evitar evocaciones constantes a esa herida abierta que nunca cerró. En cambio, hizo suya una causa a la que no impregnó de venganza, sino de reclamo de justicia.
Justicia ante acciones terroristas con precio fijado en los Estados Unidos, por el regreso de Elián, por el fin del cerco económico, por la liberación inmediata de los Cinco. Definitivamente, una causa por este país, que lo asumió como un cubano nacido en tierra italiana.
Cuando en el 2005 le impusieron la Medalla de la Amistad, él —todo nervios y emoción—, significó que ese reconocimiento lo dedicaba a las 3 478 víctimas del terrorismo en este archipiélago, a las de las Torres Gemelas y a aquellas que vieron sus sueños truncos por bombardeos norteamericanos en distintas locaciones. ¿Por qué consagrar su vida a combatir cualquier atisbo terrorista? Simple: “El terrorismo, históricamente, solo florece en medio de la injusticia”, contestaría en otra ocasión, y hombres de paz, como Giustino que sufrió en primera persona el horror de estar en un campo de concentración nazi por seis meses, no escatimaría en romper —desde tribunas pacíficas— cualquier expresión que sirviera de nido al odio y la muerte entre los seres humanos.
No pensaron —tal vez nadie lo hizo— quienes ultimaban detalles para condenar desde el Copacabana este viernes, como cada 4 de septiembre, actos de esa mezquindad; que al aniversario 18 del asesinato del joven devenido para muchos otros un símbolo, se le añadiría el sufrimiento compartido por la pérdida del padre.
Despedir sus días en Cuba, sin embargo, era su voluntad expresa. Lo dijo públicamente: “Quiero hacerles conocer también que yo me quedo aquí hasta el último instante de mi vida, porque aunque nadie pueda creerlo, yo veo a Fabio todos los días por las calles de La Habana, en la cancha donde él jugaba fútbol. Yo paso todos los días por la casa donde él vivía, y siento cuidarlo, porque un buen padre nunca abandona a sus hijos”. Y así fue.
Este caprichoso septiembre no podrá impedir, en cambio, que unidos los tres: Giustino, Ora y el menor de sus vástagos, sigan siendo bandera de una lucha internacional —y muy cubana— contra el terrorismo, desde cualquier lugar, más allá del dolor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario