“Habemus Papam”. Es ese tal vez el anuncio en latín más esperado por los fieles del catolicismo. Fue esa la frase que proclamó, en el 2013, la llegada del primer Sumo Pontífice nacido en Nuestra América.
Francesco, en italiano; Francisco, en español, resultó ser el nombre escogido por el actual Obispo de Roma para ejercer como Vicario de Cristo, al frente de la Iglesia Católica, cuando aquel 13 de marzo del 2013 —pasados seis minutos de las 7:00 p.m.— tras la quinta ronda de sufragio de la segunda jornada de cónclave, el cardenal Jorge Mario Bergoglio fue electo para suceder a Benedicto XVI.
La decisión del nombre pontifical se debe al santo italiano San Francisco de Asís, fundador de la Orden Franciscana, pues “para mí es el hombre de la pobreza, el hombre de la paz, el hombre que ama y custodia la Creación”, reveló a la prensa el actual Jefe de Estado del Vaticano. Ello explica la intencionalidad de cómo quiere reformar la Curia Romana, en el esfuerzo-pasión de lograr “una Iglesia pobre y para los pobres”.
A esa decisión ayudó también, cuando los votos cardenalicios a su favor auguraban un triunfo inminente y otros nombres rondaban su pensamiento, la convocatoria del cardenal brasileño Claudio Hummes: “No te olvides de los pobres”.
El lema, según datos biográficos, permanece invariable al de sus días de obispo y cardenal: Miserando atque eligendo, en latín “Lo miró con misericordia y lo eligió”, rememora una homilía del sacerdote san Beda el Venerable, que refiere a san Mateo cuando fue invitado por Jesús a seguirle. Mensaje recurrente en sus intervenciones, y de hecho en su actual visita a Cuba, con el lema “Misionero de la misericordia”.
Su imagen saludando a los fieles reunidos en la Plaza de San Pedro, unida a la noticia de la elección como Papa en sí, acapararon los principales titulares de prensa.
Pero quizá lo que más conmocionó a quienes siguieron el acontecimiento fue su primer mensaje: “Hermanos y hermanas, buenas tardes. Sabéis que el deber del cónclave era dar un obispo a Roma. Parece que mis hermanos cardenales han ido a buscarlo casi al fin del mundo; pero aquí estamos. Os agradezco la acogida. La comunidad diocesana de Roma tiene a su obispo. Gracias”. Inmediatamente pidió rezar por el Papa emérito.
“Ahora, comenzamos este camino: obispo y pueblo” —prosiguió—. “Un camino de fraternidad, de amor, de confianza entre nosotros”. Y antes de dar la bendición, solicitó que rezaran los presentes para que también fuera bendecido. Estas palabras marcarían la pauta de su pontificado.
A solo escasos meses de asumir como Papa, se apreciaba —dentro y fuera de los muros del Vaticano— su modesta manera de conducirse y, sobre todo, el desapego a bienes y accesorios materiales.
Ese modo de vida, por lo alejado de la pompa, recuerda sus frecuentes viajes ya en metro, ya en autobús, lo mismo en la capital argentina que en Roma; una manera de actuar que lo hace estar más cerca de su gente: los pobres, y “yo soy uno de ellos”, dijo en más de una ocasión.
La respuesta a esa identificación del pueblo con su Pontífice ha cobrado disímiles formas de expresión, como el kilométrico y sentido peregrinar de católicos de cualquier geografía, que desde marzo del 2013 comenzó a ser habitual cada miércoles, hasta la monumental Basílica de San Pedro. Las céntricas vías romanas Porta Cavalleggeri y Gregorio VII son testigos.
Y en ese mar de gente, se fusionan razas, nacionalidades, rostros, sueños. No importan las limitaciones físicas de quienes allí se dirigen, no importa la corta o avanzada edad.
En el Papa Francisco coinciden muchas primeras veces: es el primero de origen americano y también entre los no nativos de Europa (desde el año 741, cuando falleció Gregorio III), y del Hemisferio Sur en general y jesuita.
De técnico químico a teólogo, de novicio de la Compañía de Jesús a sacerdote (1969); de superior provincial de los jesuitas a primado de su país; de cardenal (2001) y arzobispo de Buenos Aires a Obispo de Roma (junto a otras tantas responsabilidades en su biografía). Un camino apenas imaginado por quienes vieron nacer, en un hogar con ascendencia italiana en la Argentina de 1936, al primero entre cinco frutos del amor entre Mario José Bergoglio y Regina María Sívori.
Su gestión pontifical ha estado signada por la apología a la justicia y reconciliación sociales, a no pisotear la dignidad del otro, a acercar la Iglesia a la gente. Asimismo, ha enfatizado particularmente en los mensajes de paz, perdón y misericordia, e instado al ejercicio de un ministerio episcopal superior. Loable resulta, además, su impulso a programas humanitarios en diversas esferas de actuación.
Luego de sesionar el cónclave que lo eligió, el cardenal cubano Jaime Ortega, arzobispo de La Habana, presentó un documento con la ponencia del cardenal Bergoglio, contentiva de cuatro pilares claves: la Iglesia debe ir hacia las periferias, tanto de la geografía como de la existencia; la tendencia a una Iglesia centrada en sí misma, “autorreferencial”, es enfermiza para la institución; esa predisposición conduce al mal de la “mundanidad espiritual”; y, por último, una perspectiva muy personal de cómo debería ser un Papa a estas alturas de la historia: “un hombre que, desde la contemplación de Jesucristo (...) ayude a la Iglesia a salir de sí hacia las periferias existenciales”.
Pero sin duda, dentro de su mensaje de reconciliación social cobra especial fuerza la idea de anteponer el diálogo a la ruptura o a la violencia. Y acerca de este particular, destaca la gestión de Su Santidad en el restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre Washington y La Habana, hecho que llevó al Presidente Raúl Castro, en una escala técnica de menos de un día en Italia, a agradecerle en persona, como punto imperecedero en la historia de los nexos bilaterales entre Cuba y la Santa Sede, que ya escribe ocho décadas de relaciones ininterrumpidas.
Algo que no ha podido escapar tampoco al lente mediático, como parte de su fresco periplo por América Latina, es la disculpa solicitada a los más humildes representantes de los pueblos originarios por el encontronazo cultural que, en los tiempos de la conquista de América, implicaron el sometimiento a la fe católica y otros pecados cometidos “en nombre de Dios”. También el llamado en Bolivia, en un centro penitenciario, a discernir que reclusión no se traduce en exclusión y de ahí el desafío de reinsertarse en la sociedad para unos y de saber aceptarlos para otros.
En medio de la efervescencia de expectativas que ha generado su visita a América —la región con mayor número de católicos en el mundo—, cubanas y cubanos de los más disímiles orígenes e incluso creencias, esperamos la concreción de ese encuentro desde que el portavoz del Vaticano, Federico Lombardi, anunciara meses atrás la visita a la Mayor de las Antillas.
Y es con hospitalidad, afecto y respeto, que esperamos la tercera visita de un Papa a este archipiélago, a un pueblo cuya Revolución coincide —en voluntad y gestión real— con la reivindicación de los más humildes, sin eufemismos ni exenciones.
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