Visita de Obama a Cuba
Pajarita negra, camisa blanca, delantal, pantalón negro y zapatos lustrados, Reinier Mely Maldonado, 33 años, entró sobre las siete de la tarde al salón privado del restaurante y le dijo al presidente de Estados Unidos:“Hello, welcome to the paladar San Cristobal, my name is Rei and I’m gonna be your waiter. And it’s a great honor for us”. Barack Obama lo miró, sonrió como sólo puede sonreír el deslumbrante Barack Obama y le respondió a su camarero cubano: “It’s an honor for us too”.
“En ese momento”, relataba Mely con una rodilla en tembleque una hora después de que Obama se marchase, “le presenté a Jorge, el otro camarero, que acababa de entrar con la cesta de pan caliente”.
Jorge Alberto Cotilla Espinosa, 26 años, nacido en Santa Fe, se mantuvo “a un metro” de él, sin ofrecerle la mano para respetar el protocolo a seguir que les había indicado previamente el equipo de seguridad del Jefe de Estado, y su cliente le dijo: “A pleasure, George”.
En la primera noche que pasó el hombre más poderoso del mundo en La Habana, su elección fue un solomillo de res a la plancha con vegetales a la parrilla. Su esposa Michelle optó por una Tentación Habanera, “palillos de filete en salsa de vino tinto”, precisa Cotilla Espinosa. Cuando le sirvieron la Tentación, ella les contó que el plato le recordaba al pepper steak que le hacía su abuelo. Sasha, la pequeña, se comió un solomillo como su padre, la suegra de Obama, Marian Shields Robinson, otro y Malia, la mayor, una brocheta de cerdo.
La Primera Dama pidió un pinot noir, pero se le sugirió el Ribera del Duero especial de la casa. Entre ella y su madre se tomaron tres cuartos de botella. Las chicas y su padre sólo tomaron agua. “Yo le ofrecí vino al señor presidente y me respondió que mañana tenía que trabajar”, dice Mely sentado a la misma mesa, en la misma silla con cojín en la que el marido de Michelle optó por un surtido de verduras para acompañar el último plato de la Guerra Fría.
La mesa es redonda. En una esquina hay un viejo reloj de pie y en la otra una figura de madera de una santa a la que le baja una lágrima por cada mejilla. En la pared de detrás de dónde estaba sentada la esposa del presidente hay una enorme piel de cebra. Pero lo primero en lo que se fijó Obama, levantándose para prestarle más atención, fue una fotografía de Nat King Cole enmarcada a su izquierda, y de paso observó la imagen de debajo: Beyoncé y Jay Z en su visita en 2013 a la paladar San Cristóbal, fundada por Carlos Cristóbal Márquez.
“La palabra paladar”, explica el emprendedor, “surge de una famosa novela brasileña que se pasó en Cuba en los noventa y que trataba de una persona que vivía en un pueblo y abría un restaurante al que le llamaba Paladar. La novela se titulaba Vale Todo”. Márquez es un mulato con dos manos como mazos. “En el 2010, con la apertura de la economía de Cuba, decidí abrir esta paladar”. Márquez tiene 52 años y es un hombre feliz. “Desde entonces las paladares han ayudado mucho a crear empleo, han ayudado al país”, dice. En la filipina blanca lleva un pin de la Star-Spangled Banner con el cuño del Servicio Secreto de Estados Unidos.
Hace cinco años, el restaurante donde han cenado los Obama era una vivienda que un perito quisquilloso hubiera declarado en ruinas. “Los techos se caían”, recuerda Raisa Pérez, la esposa del jefe. Ahora es un negocio decorado con antigüedades, con 25 empleados y rones de edición limitada. Los techos no se caen. De los techos cuelgan tucanes de madera. Aquí vino a comer Mick Jagger en octubre y quién sabe si vuelva el viernes después del concierto. Aquí, dos rivales políticos como los chilenos Sebastián Piñera y Michelle Bachelet compartieron “en el mismo plato” una langosta a la Hemingway. Aquí vino una vez el Pepe Mujica y se pidió un pez perro para cenar.
Obama no se terminó el solomillo. “Me confesó que estaba muy lleno”, dice Mely. El presidente se levantó para ir al servicio e ida y vuelta fue flanqueado por sus guardaespaldas. “En el camino al baño iba muy sonriente y saludando a todo el que se encontraba a su paso”, comenta el camarero más dichoso del deshielo.
De postre tomaron pudín de la casa y flan con leche. Obama y su suegra concluyeron con un café solo. Después, el presidente de los Estados Unidos de América pidió la cuenta. Eran unos 30 pesos cubanos convertibles por cabeza, o 34 dólares al cambio. El elegante Obama no sacó del bolsillo un engorroso monedero sino “un bultico de dinero” y pagó dejando una buena propina.
Después de medianoche, Reinier Mely Maldonado se retiraba del restaurante. En casa lo esperaban despiertos sus padres. Con la camisa blanca de servicio aún puesta y una mochila al hombro, antes de irse a descansar para volver al San Cristóbal a la mañana siguiente, dijo: “Fue un honor servirle al presidente de los Estados Unidos”.
Tomado de El País
Pajarita negra, camisa blanca, delantal, pantalón negro y zapatos lustrados, Reinier Mely Maldonado, 33 años, entró sobre las siete de la tarde al salón privado del restaurante y le dijo al presidente de Estados Unidos:“Hello, welcome to the paladar San Cristobal, my name is Rei and I’m gonna be your waiter. And it’s a great honor for us”. Barack Obama lo miró, sonrió como sólo puede sonreír el deslumbrante Barack Obama y le respondió a su camarero cubano: “It’s an honor for us too”.
“En ese momento”, relataba Mely con una rodilla en tembleque una hora después de que Obama se marchase, “le presenté a Jorge, el otro camarero, que acababa de entrar con la cesta de pan caliente”.
Jorge Alberto Cotilla Espinosa, 26 años, nacido en Santa Fe, se mantuvo “a un metro” de él, sin ofrecerle la mano para respetar el protocolo a seguir que les había indicado previamente el equipo de seguridad del Jefe de Estado, y su cliente le dijo: “A pleasure, George”.
En la primera noche que pasó el hombre más poderoso del mundo en La Habana, su elección fue un solomillo de res a la plancha con vegetales a la parrilla. Su esposa Michelle optó por una Tentación Habanera, “palillos de filete en salsa de vino tinto”, precisa Cotilla Espinosa. Cuando le sirvieron la Tentación, ella les contó que el plato le recordaba al pepper steak que le hacía su abuelo. Sasha, la pequeña, se comió un solomillo como su padre, la suegra de Obama, Marian Shields Robinson, otro y Malia, la mayor, una brocheta de cerdo.
La Primera Dama pidió un pinot noir, pero se le sugirió el Ribera del Duero especial de la casa. Entre ella y su madre se tomaron tres cuartos de botella. Las chicas y su padre sólo tomaron agua. “Yo le ofrecí vino al señor presidente y me respondió que mañana tenía que trabajar”, dice Mely sentado a la misma mesa, en la misma silla con cojín en la que el marido de Michelle optó por un surtido de verduras para acompañar el último plato de la Guerra Fría.
La mesa es redonda. En una esquina hay un viejo reloj de pie y en la otra una figura de madera de una santa a la que le baja una lágrima por cada mejilla. En la pared de detrás de dónde estaba sentada la esposa del presidente hay una enorme piel de cebra. Pero lo primero en lo que se fijó Obama, levantándose para prestarle más atención, fue una fotografía de Nat King Cole enmarcada a su izquierda, y de paso observó la imagen de debajo: Beyoncé y Jay Z en su visita en 2013 a la paladar San Cristóbal, fundada por Carlos Cristóbal Márquez.
“La palabra paladar”, explica el emprendedor, “surge de una famosa novela brasileña que se pasó en Cuba en los noventa y que trataba de una persona que vivía en un pueblo y abría un restaurante al que le llamaba Paladar. La novela se titulaba Vale Todo”. Márquez es un mulato con dos manos como mazos. “En el 2010, con la apertura de la economía de Cuba, decidí abrir esta paladar”. Márquez tiene 52 años y es un hombre feliz. “Desde entonces las paladares han ayudado mucho a crear empleo, han ayudado al país”, dice. En la filipina blanca lleva un pin de la Star-Spangled Banner con el cuño del Servicio Secreto de Estados Unidos.
Hace cinco años, el restaurante donde han cenado los Obama era una vivienda que un perito quisquilloso hubiera declarado en ruinas. “Los techos se caían”, recuerda Raisa Pérez, la esposa del jefe. Ahora es un negocio decorado con antigüedades, con 25 empleados y rones de edición limitada. Los techos no se caen. De los techos cuelgan tucanes de madera. Aquí vino a comer Mick Jagger en octubre y quién sabe si vuelva el viernes después del concierto. Aquí, dos rivales políticos como los chilenos Sebastián Piñera y Michelle Bachelet compartieron “en el mismo plato” una langosta a la Hemingway. Aquí vino una vez el Pepe Mujica y se pidió un pez perro para cenar.
Obama no se terminó el solomillo. “Me confesó que estaba muy lleno”, dice Mely. El presidente se levantó para ir al servicio e ida y vuelta fue flanqueado por sus guardaespaldas. “En el camino al baño iba muy sonriente y saludando a todo el que se encontraba a su paso”, comenta el camarero más dichoso del deshielo.
De postre tomaron pudín de la casa y flan con leche. Obama y su suegra concluyeron con un café solo. Después, el presidente de los Estados Unidos de América pidió la cuenta. Eran unos 30 pesos cubanos convertibles por cabeza, o 34 dólares al cambio. El elegante Obama no sacó del bolsillo un engorroso monedero sino “un bultico de dinero” y pagó dejando una buena propina.
Después de medianoche, Reinier Mely Maldonado se retiraba del restaurante. En casa lo esperaban despiertos sus padres. Con la camisa blanca de servicio aún puesta y una mochila al hombro, antes de irse a descansar para volver al San Cristóbal a la mañana siguiente, dijo: “Fue un honor servirle al presidente de los Estados Unidos”.
Tomado de El País
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