“Nos vamos hoy mismo y tú te vas con nosotros”, le dijo tan desconfiado como siempre Maro Borges, un comandante de bandidos que ya a inicios de 1964 cargaba demasiados crímenes en su mochila de guerra como para dormir con la conciencia tranquila.
En el campamento de Boquerones, en los llanos del sur espirituano, se podía oír hasta el sonido de una mosca en el aire, pero Alberto Delgado no tuvo ni siquiera tiempo para titubear: “Pues andando se quita el frío”, lo retó convencido de que con aquella respuesta se estaba graduando de agente de la Seguridad del Estado.
Alberto se había entrevistado en Sancti Spíritus con Benilde Díaz, madre del cabecilla Tomás San Gil, ya muerto en combate, y vieja colaboradora de los bandidos, quien le pidió que intercediera por una hija suya, “quemada” en los trajines de la contrarrevolución, y por un hijastro alzado, que resultó nada más y nada menos que el comandante de bandidos que ahora mismo tenía enfrente desordenándole todos los planes.El Enano, seudónimo con el que se conocía a Alberto en la Seguridad del Estado, y los oficiales del Ministerio del Interior que dirigían la lucha contra las bandas de alzados en el Escambray habían hecho rodar la bola de que un tal Sánchez, pariente suyo de Camagüey, acostumbraba a sacar gente del país, una carnada que pareció caída del cielo para Benilde Díaz y también para Maro, cuyo verdadero nombre era Alfredo Amarantes Borges Rodríguez.
El recurso del asesino para poner a prueba la fidelidad de Alberto —llevarlo consigo hasta la zona norte de Ciego de Ávila, por donde ocurriría la supuesta salida— no solo echaba por tierra lo previsto inicialmente por el joven combatiente, sino que lo desconectaba por completo del resto de los oficiales, que al cabo de los días andaban como locos, sin noticias de su agente y mucho menos de la banda.
Emerio Hernández Santander, al frente del Sector F de la Seguridad del Estado en el Escambray, todavía recuerda su voz cuando el 3 de febrero de 1964 por fin Alberto le telefoneó inesperadamente a la oficina.
— Oye, estoy en Morón, en el hotel Perla, le dijo.
— ¿En Morón? ¿Estás bien? ¿Te pasa algo…? ¿Y qué rayos tú haces en Morón?, le “disparó” Emerio en ráfagas.
— Estoy aquí porque la familia que fui a buscar vino conmigo y los tengo aquí, cerquita; necesito que Sánchez prepare el camión, fue todo cuanto pudo explicar en ese momento.
En el desconcierto por salir de la encrucijada en que se encontraba, con el operativo para la captura de Maro a medio preparar y los bandidos varados en la zona de Trilladeras, entre Jatibonico y Majagua, Alberto se entrevista también con Carlos Garcel, un conocido suyo de los tiempos de militancia en el Ejército Rebelde a quien le hace la misma solicitud: “Necesito un camión”.
— ¿Un qué?, le interroga el amigo.
— Un camión, chico, eso mismo: cuatro ruedas, un chasis, una cabina y una cama: un ca-mi-ón.
DEL RAMBLAZO A MASINICÚ
Retratada en el filme El hombre de Maisinicú, de Manuel Pérez, la Operación Trasbordo, que ideó la Seguridad del Estado para desarticular las bandas de alzados sin uso de la fuerza, constituyó quizás una de las acciones más brillantes de toda la guerra contra el bandidismo en Cuba, una epopeya que se extendió desde el mismo 1959 hasta mediados de 1965 y que costó al país la muerte de más de 600 de sus hijos.
Para ejecutar dicha operación, Alberto Delgado, su protagonista indiscutible, había sido literalmente trasplantado hasta las afueras de Trinidad. “Hicimos un amarre con el INRA (Instituto Nacional de Reforma Agraria) y lo ubicamos como administrador de la finca Masinicú”, refirió Luis Felipe Denis, jefe del Buró de Bandas Escambray de la Lucha Contra Bandidos, en entrevista concedida tiempo antes de morir.
“Cuando Maro se lo lleva hacia la zona de Camagüey —dice Denis—, a él se le ocurrieron en el camino una serie de cosas que nos pusieron a correr, pero que lograron salvarle la vida y su primera Operación Trasbordo”.
Además de su valor y de su carácter fuerte, Alberto tenía lo que Denis define como “una inteligencia natural” —se sabe que fue Tomasa del Pino, su segunda esposa, quien le enseñó las primeras letras ya en la Revolución—, un don que le permitía urdir un plan, encontrar una salida con facilidad frente a cualquier situación embarazosa.No fue ni en Masinicú, ni en Morón, ni en Florencia, como suele afirmarse, donde nació el emblemático agente de la Seguridad del Estado, sino en la finca El Ramblazo, cerca de Caracusey, término municipal de Trinidad.
Huérfano de padre, Alberto desde muy joven se traslada hacia la zona de Morón, donde trabaja en una colonia cañera, traba contactos con el Movimiento 26 de Julio, se involucra en el huracán de la Revolución y participa en la toma de Florencia y Tamarindo como soldado del Ejército Rebelde, del que tiempo después se licenciaría por problemas de salud.
En ese último trance por razones familiares se vincula en La Habana a parientes que mantienen una postura abiertamente contrarrevolucionaria, entra en contacto con el Ministerio del Interior y comienza a adoptar una fachada de oposición al proceso.
A Masinicú llega desde la capital del país recomendado por Tití Tápanes, hermano de Joseíto Tápanes, un connotado jefe de banda en la zona del Escambray y por si fuera poco con el “aval” de ser un resentido que, como a él mismo le gustaba decir, “se la había jugado por gusto”.
SI HAY QUE PONER UN MUERTO, SERÉ YO
La “exitosa” salida de Maro Borges en un supuesto guardacostas norteamericano con tripulación rubia que hablaba inglés y masticaba chicles y su posterior recomendación a Carretero de que “metiera todo el ganado en el barco” y se fuera a los Estados Unidos se expandió como pólvora por el lomerío villareño.
—Yo no me busco líos con el comandante Carretero, le respondió Alberto a uno de los bandidos que se le acercó por aquellos días para “buscar su viaje”.
A poco más de un mes de la captura de Maro Borges, el mismísimo Julio Emilio Carretero Escajadillo, el peje más gordo de todo el Escambray, asesino de Manuel Ascunce, Pedro Lantigua y la familia Romero, y jefe del autotitulado Ejército de Liberación Nacional, mordía también el anzuelo de la Operación Trasbordo y, junto a su banda de malhechores, resultaba igualmente neutralizado por las fuerzas revolucionarias sin necesidad de tirar un tiro.Alertado del peligro que corría en las nuevas circunstancias, Alberto convence a sus superiores para mantenerse en Masinicú con una tesis que contenía tanto de bravura como de altruismo: “Puedo hacerlo solo y sin tiros —dijo más de una vez— y si hay que poner un muerto, seré yo”.
Es así como entre la noche del 28 y la madrugada del 29 de abril de 1964 alzados de la banda de Cheíto León se presentan en su casa, lo capturan y después de golpearlo salvajemente, terminan su orgía colgándolo de una guásima en las proximidades del río Guaurabo y el Circuito Sur, en las afueras de Trinidad.
Un adolescente que merodeaba la zona en horas de la mañana del día 29 llegó corriendo hasta la carretera y anunció el macabro hallazgo con una frase que vino a confirmar lo que ya sospechaban los oficiales del Ministerio del Interior que desde la madrugada buscaban a Alberto desesperadamente:
— Ahí hay un hombre ahorcado.
* El verdadero nombre de la finca es Masinicú, no Maisinicú como artísticamente se usó en la película de Manuel Pérez.
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