Con su radicalidad en pensamiento y en actos Martí fraguó lo que Julio Antonio Mella, en sus Glosas acerca del Maestro, caracterizó como “el misterio del programa ultrademocráticodel Partido Revolucionario”. Es relevante que ese criterio venga de un luchador comunista, central en la continuidad por la que el estudioso mexicano Pablo González Casanova apreció que el marxismo entró en Cuba por la senda heredada de Martí.
La
feliz revelación nada tiene que ver con tendencias a fabricar
similitudes entre el legado martiano, forjado esencialmente para nuestra
América y, en gran parte, desde los Estados Unidos —donde Martí vio
surgir el voraz imperialismo—, y la teoría marxista, nacida en Europa.
Tampoco debe atribuirse al sociólogo mexicano la creencia de que esas
contribuciones se agotan en sus respectivos ámbitos y períodos de
origen.
Medular
en las preocupaciones de Martí, la cuestión colonial no se redujo al
siglo XIX y a un continente, ni la lucha de clases para la emancipación
de los trabajadores es exclusivamente europea, anulable por el auge de
la socialdemocracia a expensas del ideario socialista. La interrelación
de tales vertientes de la realidad y las ideas revolucionarias
vinculadas con ellas es un hecho, aunque aldeanismos varios lo hayan
mistificado en un sentido o en otro.
Durante
años, entre esos aldeanismos —torpes en cualquier caso— tuvieron
empaque prestigioso los supuestamente marxistas, que hacían considerar
acertado lo que para Martí habría sido un crimen: que todo habría de
esperarse y vendría de Europa. Pensando en nuestra América, y con
utilidad aún más abarcadora, trazó él una norma para frenar estrecheces
como las aludidas: “Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el
tronco ha de ser el de nuestras repúblicas”.
Contextos, propósitos
En rigor, aún más que de injertos y trasplantes, su pensamiento encarnó creatividad fundadora. En Nuestra América,
el mismo ensayo al que pertenece lo antes citado, pensando en las
hornadas latinoamericanas de su tiempo, no en una generación entendida
estrechamente, afirmó: “Crear es la palabra de pase de esta generación”.
En
los años aludidos, lejos de escrutar en lo hondo del pensamiento de
Martí y su valor para enfrentar las realidades de su entorno y aportar
luces hacia el futuro, hubo quienes le aplicaran cartabones opuestos a
su condición de ser humano primario, no secundario, lo que se dice
glosando palabras suyas. Encarnó la actitud que él alababa en los
talentos fundadores: pensar y buscar por sí mismos las respuestas
requeridas para enfrentar los problemas y solucionarlos. Por ser
destacadamente uno de ellos, estructuró el proyecto revolucionario más
avanzado en su entorno histórico y político.
Ese
proyecto creció centrado en el conflicto colonia-metrópoli y para un
continente donde emergía la que no tardó en ser la mayor potencia
imperialista. La claridad con que Martí asumió su responsabilidad al
frente del movimiento necesario en ese entorno, no siempre se ha
valorado con acierto, debido a escollos como cierto entusiasmo de
vocación marxista pero —buenas voluntades aparte— de sesgo eurocéntrico.
Apuntarlo
no implica ignorar las grandezas del marxismo verdadero, pero sí tener
en cuenta las que el propio Martí, refiriéndose a “la idea socialista”,
calificó de “lecturas extranjerizas, confusas e incompletas”. Si hoy se
detectan menos, no será porque hayan cesado, sino más bien porque en una
parte de la izquierda, verdadera o tenida por tal, repliegues y
traiciones han menguado, en lo visible, el interés por el marxismo.
Dichas
lecturas explicarían que en ocasiones se inventaran similitudes de
Martí con el legado marxista —o, acaso más exactamente, con el
dogmatismo marxista-leninista promovido por lo que, de modo simple en
exceso, se ha llamado estalinismo—, y se le aplicaran al Partido
Revolucionario Cubano rótulos como “partido de nuevo tipo”. Esa
confusión desborda el plano lexical: atañe al sentido sociopolítico, e
histórico, de los conceptos. Razones abundan para decir que Martí creó
un nuevo tipo de partido, pero partido de nuevo tipo
es una categoría asociada a la organización que, en otro contexto,
Vladimir Ilich Lenin llevó a su máxima potencialidad revolucionaria.
Cometido y unidad
Tanto
Martí como luego Lenin crearon un solo partido, lo cual es
elementalmente lógico: un político, cualquiera que sea su ideología,
salvo que se trate de un entusiasta irresponsable, no crea más de un
partido, al menos a la vez. Pero entre el bolchevique ruso y el
independentista cubano, ambos radicales en sus circunstancias, mediaron
también diferencias básicas.
El
partido de Lenin fue esencialmente uniclasista, de carácter
proletario. Cabe afirmarlo sin menospreciar su heterogeneidad interna ni
las deformaciones que, sobre todo tras la muerte de su guía fundador,
le torcieron el camino hasta desmovilizarlo, pero no niegan el valor con
que se fraguó, ni sus logros.
Martí
fundó un partido para un proyecto de liberación nacional que tuvo en
los humildes su mayor sostén —no por casualidad quiso el líder que su
gestación se decidiera en comunidades básicamente obreras— y sus más
enconados adversarios entre los más opulentos. Pero fue un frente de
unidad nacional, pluriclasista. Su fuerza radicó, mientras vivió Martí,
en merecer los términos con que él lo definió en vísperas de su
proclamación: “El Partido Revolucionario Cubano, es el pueblo cubano”.
Hoy
esa aspiración sigue convocando también al que en 1965 se constituyó
como Partido Comunista, nombre que a su propia dignidad une el valor de
la permanencia. La ha mantenido en contraste con procesos que, al
abandonar los ideales con que estaban comprometidos, empezaron por
renunciar a él.
El
partido que dirige la Revolución tiene también una responsabilidad que
tuvo el creado por Martí, quien fue consciente de un hecho: la
aspiración de crear una república con todos y para el bien de todos no
autorizaba a desconocer la existencia de fuerzas, sectores sociales e
individuos que se autoexcluían de la totalidad representada en el
programa revolucionario.
Uno
de los textos de Martí que explicitan claramente la necesidad de ese
deslinde es su discurso del 26 de noviembre de 1891, ya en pasos previos
y decisivos hacia la proclamación del Partido, y que suele titularse
por el final, que llama a construir una república “con todos, y para el
bien de todos”. En él, mentís tras mentís denunció a los que,
egoístamente anclados en sus propios intereses, no abrazaban el plan
patriótico.
Teoría, acción, ejemplo
En
el partido martiano y en el leninista la necesidad de respetar
principios, programas, y mantener la disciplina en el funcionamiento, se
calzó con una estructura que no consistía en una mera suma de
individuos, sino en todo un sistema de organizaciones de base. Por esa
razón en años de dogmatismo (anti)marxista se aplicó también al de Martí
una categoría acuñada en la conceptualización leninista: centralismo democrático.
Matizaciones
y salvedades, historia sobre los caminos respectivos, cabría hacer. Ni
en el plano organizativo es necesario cargar la mano en la comparación.
Pero —para ceñirnos al ejemplo de Martí— lo más importante estriba en no
perder de vista elementos esenciales más allá de lo factual visible.
No
era el menor de esos valores el ejemplo requerido a los dirigentes,
quienes, electos anualmente, eran revocables en cualquier momento, y
debían rendir cuenta de su labor; otro consistía en la importancia de
que entre centralización y democracia se mantuviera el equilibrio
indispensable para que no prosperasen ni el desorden ni el
autoritarismo.
Junto
con el señalamiento de la similitud, suscitada por los elementos de
centralismo y de democracia, se incurrió también en igualar la unidad
revolucionaria buscada y lograda por Martí y el concepto de partido
único o unipartidismo que ni siquiera viene estrictamente de Lenin. El
ímpetu de polemista característico de este último permite incluso
conjeturar que disfrutaba tener a su alrededor fuerzas partidistas con
las cuales contender —el debate fue una de sus más poderosas armas—, y
tampoco habría podido eliminarlas aunque hubiera querido.
En
Martí se debe apreciar la voluntad de que los patriotas revolucionarios
—que en su programa eran los defensores de la independencia y de la
fundación de una república moral que abriera caminos para la justicia y
el saneamiento sociales— se unieran resueltamente en una sola
organización política. Solo así su fuerza y sus sacrificios podrían dar
los frutos esperados.
Sería
erróneo aplicar a Martí los cánones de un modelo de gobierno ajeno a
sus propuestas, y cuyos orígenes habría que buscar más bien en lo que se
ha llamado estalinización de la sociedad soviética. Martí vivió en una
Cuba donde había otros partidos: el Liberal Autonomista, el Unión
Constitucional, antinacionales ambos por plegarse a intereses foráneos.
Previó incluso el posible surgimiento de un partido anexionista, contra
el cual tempranamente pensó que urgía organizar en un partido a las
fuerzas revolucionarias, y que de hecho existía como tendencia,
machihembrada, en la práctica, con el autonomismo y el integrismo
colonialista. Herencia, secuelas, dejaría.
Fines y ética
Martí
preparó una guerra en la que sería necesario defender tenazmente el
programa libertador. Su prédica no cuajó en líneas aplicadas desde el
poder, sino en principios e ideales válidos para la lucha
revolucionaria. Consecuente con la idea de que “un pueblo no es la
voluntad de un hombre solo, por pura que ella sea”, sostuvo a propósito
de la entrada del Partido Revolucionario Cubano en su tercer año de
vida: “A su pueblo se ha de ajustar todo partido público, y no es la
política más, o no ha de ser, que el arte de guiar, con sacrificio
propio, los factores diversos u opuestos de un país”.
El
“sacrificio propio” apunta claramente al que él mismo hacía para
mantener, sin faltar a la ética, la armonía necesaria entre el deber de
guiar a sus seguidores potenciales hacia logros lo más altos posible, y
el también deber de cultivar la mayor unidad alcanzable entre ellos.
Acertadamente Roberto Fernández Retamar señaló que, al poner el
periódico Patria en
circulación antes de proclamarse el Partido, y sostener que no era
órgano de este, Martí tenía un propósito: que el rotativo diera cabida a
una radicalidad ideológica mayor que la media esperable en una
organización política de base social hetorogénea.
Sabía
que la unidad era indispensable para alcanzar una victoria que valiese
de veras la pena, y, si en España y en repúblicas de nuestra América
denunció manquedades del liberalismo al uso, en los Estados Unidos lo
hizo de modo macizo y especialmente abarcador: repudió la inutilidad,
para los intereses populares —para una democracia sincera como la que él
quería ver en Cuba—, de la alternancia de partidos que en esencia
representaban a corporaciones rivales, pero afines. Lo demostraban las
vertientes partidistas dominantes, con nombres emparentados hasta en
significación teórica: republicanos y demócratas.
El
valor de su pensamiento y de sus actos lo confirma su presencia
guiadora —ni dogmatismo ni sectarismo alguno han podido eclipsarla— en
la Revolución Cubana. Esa presencia da continuidad a lo dicho por
González Casanova en cuanto al valor del legado martiano como vía para
la entrada del marxismo en Cuba. Ello habla de lo acertada que estuvo la
vanguardia de este país en la más temprana asimilación de las ideas
socialistas y marxistas, y anarquistas incluso. Estas últimas, en el
caso cubano, se incorporaron a la lucha independentista y alcanzaron
apreciable potencialidad revolucionaria.
La prueba de los hechos
El
marxista Carlos Baliño, el socialista Diego Vicente Tejera y el
activista obrero José Dolores Poyo —como otros unidos a Martí en la
acción patriótica y por vínculos de mutua admiración— tuvieron la
inteligencia y el sentido político necesarios para comprender que debían
sumarse al proyecto martiano. Mella testimonió haberle oído decir a
Baliño que Martí le había confesado que la revolución no se haría en la
guerra por la independencia, sino en la república. El testimonio es
verosímil por la honradez de sus trasmisores y por coincidir en su
esencia con declaraciones de Martí.
El
alcance práctico de esa idea se expresa en hechos como el siguiente: el
Baliño que siguió a Martí en la fundación del Partido Revolucionario
Cubano, en 1925 acompañó a Mella y otros luchadores en la creación del
primer partido cubano en proclamarse comunista y basar su programa en el
marxismo.
En
esa tradición vive, y ha de seguir cumpliendo el magno deber que le
viene de ella, el partido que hoy dirige el proceso revolucionario
cubano, y tiene, como la tuvo el partido creado por Martí, la misión de
merecer que se le considere, y serlo, el pueblo cubano. En el mismo texto Martí afirmó: “Lo que un grupo ambiciona, cae. Perdura, lo que un pueblo quiere”.
(Tomado de Bohemia. La parcial modificación del título para Cubadebate fue aprobada por el autor.)
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