Algunos años después, frente a los arrecifes del Arenal de Jijira, en Santa Cruz del Norte, el teniente Manuel López de la Portilla había de recordar aquella tarde remota en que sintió la muerte un tanto más cerca. En La Habana gobernaba entonces Fulgencio Batista, y los grupos policiales respondían con mayor fuerza a los mítines y protestas estudiantiles, o por lo menos con la fuerza suficiente para que los doctores tuvieran que implantar un casco de plata en la cabeza de un muchacho espigado de pelo oscuro, cejas tupidas y poco más de 14 años.
Manolo se acostumbró desde pequeño a estar de paso: de Pinar del Río a la Isla de Pinos donde Blanca, su madre viuda, trabajó de costurera en las colonias japonesas de la región. De allí, y en medio del éxodo de los nipones durante la Segunda Guerra Mundial, al poblado pesquero de Surgidero de Batabanó. Luego, a la capital, el Vedado, donde ella haría otra vez de sastre y él, de aprendiz de joyería en las tardes y estudiante de Comercios por las noches.
Después, de las protestas al salón de operaciones y, de las reuniones del grupo de acción y sabotaje de Gerardo Abreu Fontán a preparar cocteles molotov. Desde entonces, seguirle el rastro se convirtió en una tarea difícil, especialmente para la policía batistiana. Ahora iba de la casa de una tía, a la de un compañero del Colegio de Calzada y Calle 20, de la calle 27 y A o incluso unas cuadras más abajo en Paseo y 27, a Prado No. 109, donde se escondía su célula del Movimiento 26 de Julio, o del medio del Vedado en la preparación de las acciones contra la dictadura.
En el único retrato que queda de él, sobresale una boca contenida en mohín melancólico bajo dos ojos negros y tristes, o quizás demasiado pequeños para endosar otra expresión. O tal vez, la pintura se hiciera en un momento de paz, de espera entre una casa y la siguiente, entre una vida y la otra.
En los arrecifes de punta Jijira, a menos de una cuadra de la Vía Blanca, los hombres del contrarrevolucionario Jaime Vega arrastraban a un muchacho sobre las rocas. Era sábado y la madrugada teñía todo de un gusto salado, casi árido. Entre ellos se turnaron para golpearlo. Uno, dos, tres puñetazos, daría uno; cuatro, cinco o seis patadas atizaría otro. Se escuchaba a veces un rechinar extraño, como si se le atinara un garrotazo a algo metálico. Pronto el eco de disparos y el hedor de la pólvora lo disolvieron todo en el aire. Minutos después, el muchacho, un mecánico de aviación, se desangraba sobre una camisa clara de puntos negros, dispuestos a líneas.
Era 16 de julio de 1960 y Manolo había llegado hace unas semanas de Oriente tras hacer contacto con varios miembros de la organización de Vega, con base en Jaruco. Ciento sesenta de ellos fueron detenidos gracias a sus investigaciones como infiltrado de la Dirección de Información del Ejército Rebelde en conspiraciones enemigas. Era sábado en la noche y Manolo encendía el carro mientras se acomodaba su camisa. Ya dentro, practicaba nervioso su fachada de mecánico de aviación. Tenía 19 años e iba camino a Jijira.
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