Guayacán es el nombre común con el que se conoce a varias especies de árboles nativos de América, pertenecientes a los géneros Tabebuia, Caesalpinia, Guaiacum y Porlieria. Todas las especies de guayacán se caracterizan por poseer una madera muy dura. Es justamente por esa característica que reciben el nombre de guayacán, aun cuando no guarden relación de parentesco entre sí.

sábado, 9 de abril de 2016

Guáimaro: la unidad por encima de todo


En aras de la unidad y de resolver, en bien de la Patria, las diferencias estratégicas y tácticas en la lucha por la independencia y la liberación nacional, Céspedes acepta la sustitución de su programa político del Manifiesto del 10 de Octubre por el planeado y establecido en Guáimaro
Camagüey.—“Guáimaro libre nunca estuvo más hermosa que en los días en que iba a entrar en la gloria del sacrificio. Era mañana y feria de almas, con sus casas de lujo, de calicanto todas, y de grandes portales, que en calles rectas y anchas caían de la plaza espaciosa a la pobreza pintoresca de los suburbios...”
Quien así relata parece testigo presencial y directo de los hechos acaecidos en abril de 1869 en el hasta entonces casi desconocido poblado del extremo oriental camagüeyano. Han trascurrido, sin embargo, 23 años y es la pluma martiana la que evoca, con intensidad lírica, tamaño acontecimiento.
“Más bella es la naturaleza cuando la luz del mundo crece con la de la libertad”, refiere el Apóstol en el artículo El 10 de Abril, publicado en el periódico Patria ese mismo día, pero de 1892, hermosa crónica escrita por alguien para quien la Asamblea de Guáimaro se le ha convertido en símbolo y pasión.
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Liberada por las fuerzas insurrectas tan pronto irrumpe en esas llanuras la lucha por la independencia, la comarca de unos mil habitantes goza de una relativa paz que le permite acoger, cual héroes genuinos, a los delegados provenientes de las tres regiones sublevadas del país (Oriente, Camagüey y Las Villas).
En medio del ambiente festivo y la tranquilidad necesaria para las sesiones de trabajo, saben los representantes que el debate no será fácil: existen en sus jefaturas visiones diferentes sobre la manera en que debe conducirse la guerra y la estructura de gobierno a asumir por la República en Armas.
A seis meses exactos del alzamiento de La Demajagua, se hace imprescindible una reunión urgente para aunar esfuerzos y voluntades contra el enemigo común, solucionar los problemas derivados de la no existencia de un mando único y poner coto a las primeras señales de nefasto regionalismo.
Al decir de José Martí, “tienen los pueblos, como los hombres, horas de heroica virtud”. Tras vencer un escabroso trayecto plagado de no pocos tropiezos, esa hora, precisamente, llega en Guáimaro justo el 10 de abril de 1869, pues, a la larga, es mucho más alto el objetivo supremo que los convoca: la independencia de Cuba.
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Más que dos hombres que se oponen en la Asamblea Constituyente a partir de sus preferencias personales, se trata de la defensa por cada parte de cuestiones profundas y serias en cuanto a las formas y métodos para conseguir la unidad y conquistar la libertad, asuntos que marcarán luego el derrotero de la revolución.
De un lado, Carlos Manuel de Céspedes propone un gobierno centralizado, de mando único y con facultades absolutas en lo civil y lo militar, que permitiese atender las razones urgentes de la guerra y tomar decisiones rápidas y enérgicas para lograr una reacción eficaz ante cualquier hecho que se produjese.
Del otro, contrario a una autoridad unipersonal, Ignacio Agramonte Loynaz aboga por estructurar la revolución en for­ma de gobierno democrático republicano, que divida los po­de­res militar y civil, con primacía para este último, a fin de asegurar el libre disfrute de los derechos políticos de los ciudadanos.
Las discusiones no resultan nada fáciles. Firmes y convencidos de sus propios criterios, aquellos hombres de recia personalidad e ímpetu juvenil defienden con ardor sus respectivos conceptos y puntos de vista, polemizan de manera respetuosa, mientras impera “la cordura que corrige sin ofender”.
Al final, se impone el bloque coherente y concertado de camagüeyanos y villareños, en el cual marca su impronta, por la contundencia de los argumentos presentados, el joven abogado Ignacio Agramonte Loynaz, de cuya pluma surgió prácticamente el proyecto de nueva Constitución.
En aras de la unidad y de resolver, en bien de la Patria, las diferencias estratégicas y tácticas en la lucha por la independencia y la liberación nacional, Céspedes acepta la sustitución de su programa político del Manifiesto del 10 de Octubre por el planeado y establecido en Guáimaro.
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Unas dos horas necesitan Agramonte y Antonio Zambrana, como secretarios electos de la Asamblea, para esbozar y redactar el proyecto de ley constitucional: 23 de sus 29 artículos se dedican a la definición del carácter y la estructura de un Estado nacional único llamado a lograr la unidad de los cubanos.
Según el documento sometido a discusión desde el propio 10 de abril por la tarde, este asume la forma republicana y adopta la clásica división tripartita de poderes: ejecutivo, legislativo y ju­dicial, al tiempo que dispone la distribución del territorio na­cional en cuatro estados: Oriente, Camagüey, Las Villas y Occi­dente.
La Constitución, aprobada por los 15 delegados presentes,es­tablece la elección del Presidente de la República, de un Ge­neral en Jefe y de una Cámara de Representantes con el poder su­premo de nombrar y deponer al Presidente, e investida de fa­cultades para intervenir de manera directa en la marcha de la guerra.
Los derechos y libertades individuales de los ciudadanos quedan igualmente garantizados por los artículos finales de la carta magna, en especial el 24, que significa, de hecho, el preámbulo legal para la abolición de la odiosa esclavitud del negro y la demolición definitiva de la institución esclavista en Cuba.
Motivo de largo y tenso debate resulta también la elección de la bandera de la República: de las dos en uso por las fuerzas in­surrectas, la mayoría vota a favor de la diseñada por Miguel Teurbe Tolón y que hiciera flamear Narciso López por primera vez en Cuba el 19 de mayo de 1850 al desembarcar en Cár­de­nas.
Concluidas las deliberaciones, la Asamblea se disuelve para proceder a la constitución de la Cámara de Representantes, que queda encabezada a partir de ese momento por Salvador Cisneros Betancourt, y nombra unánimemente a Carlos Ma­nuel de Céspedes como Presidente de la República en Armas.
En otro gesto de unidad, el órgano legislativo decide, como primer acuerdo, que la enseña gloriosa enarbolada por Cés­pedes al proclamar la independencia en La Demajagua se fije en la sala de sesiones de la Cámara de Representantes y se considere como parte del tesoro de la República.
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De Guáimaro emerge finalmente una república autóctona e independiente, cuyo resultado práctico es la sanción de una constitución fundacional y el nombramiento de un gobierno de los cubanos y para los cubanos, lo que marca un momento relevante en la evolución del pensamiento nacional.
La convención política que pasa a la historia con el nombre de Asamblea de Guáimaro tiene, además, el mérito, por encima de cualquier divergencia, de dar el primer paso para el logro de la unidad del movimiento independentista cubano e inaugurar la tradición democrática dentro de las fuerzas revolucionarias.
Sin embargo, pronto la realidad de la lucha se encargará de demostrar que los acuerdos tomados en el poblado camagüeyano no se avienen, en mucho, a las prioridades de la guerra y constituyen, en algunos casos, un verdadero freno del que ha­brá que deshacerse en etapas venideras.
En ocasión del centenario de la caída en combate de Ignacio Agramonte en los Potreros de Jimaguayú, el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz ofrece su justa valoración al respecto: “Pero es la realidad que, pese a la pureza de principios, el patriotismo y la honradez de los cubanos, aquellas instituciones no marcharon y en aquellas circunstancias no pudieron marchar tal como ellos las habían concebido, tal como ellos las habían idealizado”.
Transcurridos 147 años de aquel histórico acontecimiento, la trascendencia de la reunión fundadora, sin embargo, jamás ha podido ser oscurecida por sus limitaciones pues, como advirtiera Martí, es un código “donde puede haber una forma que sobre, pero donde no hay libertad que falte”.

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