El
tratado establecía que el gobierno de la Isla tenía que consentirle a
EE.UU el derecho de intervenir cuando lo estimara conveniente. A la
vez, la obligaba a arrendarle parte de su territorio para la
creación de bases navales
Uno de nuestros historietistas supo reflejar
genialmente la realidad nacional de inicios del siglo XX: una cansada
Cuba, haz de cañas al hombro, es aprisionada por un dogal, en el que se
ha sustituido la soga de cáñamo por una gruesa cadena, sostenida
firmemente en su mano por el Tío Sam, y el nudo corredizo por un collar
de acero en el que aparece grabado el nombre de Platt.
Ese dogal, que tenía tanto de suplicio como de correa para el sometimiento, surgió como una enmienda propuesta por el senador Orville Platt en el congreso estadounidense para regular las relaciones de Cuba con ese país. Luego le fue impuesta a nuestro pueblo como apéndice de la Constitución de 1901.
En el texto de esa Enmienda se establecía que el gobierno de la Isla tenía que consentirle a Washington el derecho de intervenir cuando lo estimara conveniente. A la vez, la obligaba a arrendarle parte de su territorio para la creación de bases navales.
Ya que cesaba cuando la Constitución de 1901 fuera derogada o sustituida, en la cláusula final de la Enmienda se dejaba bien claro: “para mayor seguridad en lo futuro, el Gobierno de Cuba insertará las anteriores disposiciones en un Tratado Permanente con los Estados Unidos”.
Para dar cumplimiento a lo anterior, el 22 de mayo de 1903 suscribían los cancilleres de ambos países el Tratado Permanente, determinando las relaciones entre la República de Cuba y los Estados Unidos de América, el cual reproducía las siete primeras cláusulas de la Enmienda Platt. Este convenio solo dejaría de tener validez por acuerdo entre las dos partes contratantes. Es decir, por un acuerdo de Estado a Estado.
Como nada presagiaba una derogación inmediata de la Carta Magna cubana, el Senado de la nación norteamericana no se dio prisa en suscribirlo; en cambio, apresuró la firma del Convenio reglamentando el arrendamiento de las estaciones navales y carboneras (2 de julio de 1903). El Tratado Permanente tuvo que esperar turno hasta el 22 de marzo de 1904, fecha en que el Congreso estadounidense lo aprobó; la cámara alta cubana lo secundó el 8 de junio y la Gaceta Oficial de la Isla lo hizo público el 14 de julio.
Desde entonces arreció la lucha del pueblo cubano por la derogación de la Enmienda Platt y el Tratado Permanente. Para todos los revolucionarios, tanto los que encabezaron la reforma universitaria de 1922 como los que dirigieron el movimiento obrero y comunista en los años 20, la abolición de estos dos mecanismos neocoloniales devino tarea de primer orden.
Para 1934 los días de la Enmienda ya estaban contados. En aquella época el imperialismo ya había probado la eficacia de otros mecanismos más sutiles. La ley de cuotas azucareras, por ejemplo, era un chantaje, pues el aporte de un país al mercado norteamericano estaba determinado por su sumisión a los mandatos de Washington.
No es de extrañar que el 29 de mayo de 1934, el gobierno de Carlos Mendieta (en verdad ejercían el mando el embajador Jefferson Caffery y el exsargento Batista) y el de Franklin Delano Roosevelt derogaran el Tratado Permanente de 1903. Para sustituirlo, se suscribió el Tratado de Relaciones entre la República de Cuba y los Estados Unidos, ratificado dos días después por el Senado yanqui.
Si bien el nuevo convenio eliminaba la facultad de intervenir en Cuba cuando el vecino norteño lo estimara necesario, ratificaba los actos realizados en la primera ocupación estadounidense y convalidaba la permanencia de la base naval de Guantánamo sin fijarle fecha límite de ocupación.
Tampoco desaparecieron las ansias injerencistas en los círculos de poder en Washington. Un experto en asuntos latinoamericanos, William Castle, opinaba por aquellos días: “La derogación de la Enmienda Platt no quiere decir que los Estados Unidos no vuelvan a intervenir en Cuba. (...) Puede que en el futuro surjan ocasiones en las que los Estados Unidos se vean obligados a intervenir en Cuba o en otra nación”.
El tiempo, ¿es necesario poner ejemplos?, le dio la razón.
Ese dogal, que tenía tanto de suplicio como de correa para el sometimiento, surgió como una enmienda propuesta por el senador Orville Platt en el congreso estadounidense para regular las relaciones de Cuba con ese país. Luego le fue impuesta a nuestro pueblo como apéndice de la Constitución de 1901.
En el texto de esa Enmienda se establecía que el gobierno de la Isla tenía que consentirle a Washington el derecho de intervenir cuando lo estimara conveniente. A la vez, la obligaba a arrendarle parte de su territorio para la creación de bases navales.
Ya que cesaba cuando la Constitución de 1901 fuera derogada o sustituida, en la cláusula final de la Enmienda se dejaba bien claro: “para mayor seguridad en lo futuro, el Gobierno de Cuba insertará las anteriores disposiciones en un Tratado Permanente con los Estados Unidos”.
Para dar cumplimiento a lo anterior, el 22 de mayo de 1903 suscribían los cancilleres de ambos países el Tratado Permanente, determinando las relaciones entre la República de Cuba y los Estados Unidos de América, el cual reproducía las siete primeras cláusulas de la Enmienda Platt. Este convenio solo dejaría de tener validez por acuerdo entre las dos partes contratantes. Es decir, por un acuerdo de Estado a Estado.
Como nada presagiaba una derogación inmediata de la Carta Magna cubana, el Senado de la nación norteamericana no se dio prisa en suscribirlo; en cambio, apresuró la firma del Convenio reglamentando el arrendamiento de las estaciones navales y carboneras (2 de julio de 1903). El Tratado Permanente tuvo que esperar turno hasta el 22 de marzo de 1904, fecha en que el Congreso estadounidense lo aprobó; la cámara alta cubana lo secundó el 8 de junio y la Gaceta Oficial de la Isla lo hizo público el 14 de julio.
Desde entonces arreció la lucha del pueblo cubano por la derogación de la Enmienda Platt y el Tratado Permanente. Para todos los revolucionarios, tanto los que encabezaron la reforma universitaria de 1922 como los que dirigieron el movimiento obrero y comunista en los años 20, la abolición de estos dos mecanismos neocoloniales devino tarea de primer orden.
Para 1934 los días de la Enmienda ya estaban contados. En aquella época el imperialismo ya había probado la eficacia de otros mecanismos más sutiles. La ley de cuotas azucareras, por ejemplo, era un chantaje, pues el aporte de un país al mercado norteamericano estaba determinado por su sumisión a los mandatos de Washington.
No es de extrañar que el 29 de mayo de 1934, el gobierno de Carlos Mendieta (en verdad ejercían el mando el embajador Jefferson Caffery y el exsargento Batista) y el de Franklin Delano Roosevelt derogaran el Tratado Permanente de 1903. Para sustituirlo, se suscribió el Tratado de Relaciones entre la República de Cuba y los Estados Unidos, ratificado dos días después por el Senado yanqui.
Si bien el nuevo convenio eliminaba la facultad de intervenir en Cuba cuando el vecino norteño lo estimara necesario, ratificaba los actos realizados en la primera ocupación estadounidense y convalidaba la permanencia de la base naval de Guantánamo sin fijarle fecha límite de ocupación.
Tampoco desaparecieron las ansias injerencistas en los círculos de poder en Washington. Un experto en asuntos latinoamericanos, William Castle, opinaba por aquellos días: “La derogación de la Enmienda Platt no quiere decir que los Estados Unidos no vuelvan a intervenir en Cuba. (...) Puede que en el futuro surjan ocasiones en las que los Estados Unidos se vean obligados a intervenir en Cuba o en otra nación”.
El tiempo, ¿es necesario poner ejemplos?, le dio la razón.
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