Estados Unidos reconoció el 17 de diciembre del 2014 que su política hacia Cuba había fracasado. No se referían a que las agresiones y el bloqueo económico hubiesen dejado de causar daños en la forma de vida del pueblo de la Isla, sino a que esas estrategias eran infructuosas para alcanzar sus objetivos estratégicos y habían terminado por afectar sus propios intereses.
«Nuestros esfuerzos por aislar a Cuba, a pesar de las buenas intenciones, tuvieron un efecto opuesto, cimentando el statu quo y aislando a Estados Unidos de nuestros vecinos en este hemisferio», dijo el propio presidente Barack Obama a comienzos de julio del año pasado, luego del acuerdo para restablecer los nexos diplomáticos.
Obama reconocía así lo que era evidente para el mundo entero, que año tras año se pronunciaba unánimemente (y lo sigue haciendo) en contra del bloqueo en la Asamblea General de las Naciones Unidas.
También respondía a las presiones de los países latinoamericanos y caribeños que en cada cita regional le recordaban a Washington su oposición a las agresiones y los intentos de someter a Cuba.
Fue lo que ocurrió en la 5ta. Cumbre de las Américas, realizada en el 2009 en Puerto España, Trinidad y Tobago, donde hubo fuertes pronunciamientos contra la exclusión de la Mayor de las Antillas de esas citas hemisféricas. La historia se repitió con mayor intensidad tres años más tarde en la 6ta. Cumbre en Cartagena, Colombia.
Finalmente, Cuba asistió a la 7ma. Cumbre de las Américas en Panamá, representada por el liderazgo histórico de la Revolución en la figura del General de Ejército Raúl Castro, y fue recibida entre aplausos.
Resultaría muy difícil explicar los cambios en la posición norteamericana respecto a Cuba sin comprender las presiones internacionales que recibió durante años, especialmente desde nuestro continente.
La Isla mantiene además relaciones diplomáticas con prácticamente todos los países miembros de las Naciones Unidas, y sus médicos y colaboradores de distintos sectores se han convertido en embajadores ante los pueblos del orbe.
Resulta llamativo entonces que la nueva directiva presidencial de Barack Obama sobre Cuba incluya un acápite relacionado con la necesidad de «integrar a Cuba a los sistemas internacionales y regionales».
«Buscamos la participación del gobierno cubano en los foros regionales e internacionales, incluyendo, pero no limitado a, los relacionados con la Organización de los Estados Americanos (OEA) y la Cumbre de las Américas, para promover los objetivos mutuamente convenidos por los miembros», refiere el documento.
La directiva no esconde sus intereses de fondo: «Consideramos que una Cuba que se adhiera a los propósitos y normas de esos foros se beneficiará, con el tiempo, de alinear sus prácticas políticas y económicas nacionales en consonancia con las normas internacionales y estándares aceptados mundialmente».
Claro que cuando Washington habla de «estándares» olvida aquellos que garantizarían una relación más equilibrada entre el norte opulento y el sur cada vez más empobrecido, y se refiere a aquellos que perpetúan las desigualdades y contradicciones del sistema actual.
Tampoco se escuda para decir que someter a la Isla, que no ha dejado ni dejará de ser un referente para los pueblos que aspiran a un mundo distinto, ayudaría a la Casa Blanca a eliminar «un factor irritante de las relaciones con nuestros aliados y socios y la obtención de apoyo para un orden basado en normas».
Los llamados a integrar a Cuba a América Latina y el Caribe solo pueden provenir de quien desconoce por completo que La Habana fue sede a comienzos del 2014 de la II Cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), compuesta por las 33 naciones independientes de América, a excepción de Estados Unidos y Canadá.
Fue ese el escenario de una histórica declaración de América Latina y el Caribe como Zona de Paz, firmada por todos los países miembros, que reconoce, entre otros aspectos claves, «la obligación de no intervenir, directa o indirectamente, en los asuntos internos de cualquier otro Estado y observar los principios de soberanía nacional, la igualdad de derechos y la libre determinación de los pueblos».
Respecto a la OEA, la posición de Cuba está más que clara desde 1962, cuando por presiones de Estados Unidos la Isla fue expulsada del organismo en la reunión de Punta del Este, Uruguay.
Frente a cientos de miles de personas congregadas en La Habana en la Asamblea General del pueblo de Cuba, el líder de la Revolución Comandante en Jefe, Fidel Castro, aseguró que siempre íbamos a tener con nosotros «la solidaridad de todos los pueblos liberados del mundo» y «de todos los hombres y mujeres dignos del mundo». Y aclaró también que lo que se había escuchado en Punta del Este era «la voz de las oligarquías y no de los pueblos».
Nada ha cambiado desde entonces dentro del «Ministerio de Colonias» en el que Washington sueña vernos algún día. Pero como dijo Raúl parafraseando a Martí: «Primero se unirá el mar del norte al mar de sur, y nacerá una serpiente de un huevo de águila, antes de que Cuba regrese a la OEA».
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