Era un niño despierto. No pudo asistir regularmente a la escuela y se ganaba el sustento limpiando zapatos, vendiendo pollos y viandas que el abuelo cultivaba en un minúsculo sitio llamado La Palma, cerca de Encrucijada, en la hoy provincia de Villa Clara.
Gustaba de participar en los actos patrióticos que se efectuaban en la cabecera municipal. Tenía afición por la Historia de Cuba, la Historia de la Revolución Francesa y la literatura revolucionaria de la época. Allá por donde nació, a un periodista preguntón le contó un viejo guajiro: “Todo lo que sabía era por sí solo, por lo que leía. En la escuela apenas le dieron las primeras letras y la tabla (de multiplicar)”.
Jesús Menéndez Larrondo empezó temprano a buscarse la vida: como machetero, escogedor de tabaco, purgador de azúcar. Supo de las miserias de los trabajadores agrícolas y una vez confesó al periódico Hoy: “Éramos muchos en la casa para que alcanzara el pan para todos, el hambre entre tantos suma una cifra: desesperación. Y me fui un buen día a vender mi fuerza de trabajo (...) Creo que si me corto las venas, corre por mi sangre un río de guarapo amargo”.
Su leyenda no comenzó, como algunos creen, aquella noche aciaga en que el capitán del odio, en un andén, vació su pistola en la espalda de su blanca guayabera mientras vociferaba histérico: “Te dije que ibas vivo o muerto, Menéndez”. Se inició, entonces un adolescente de 18 diciembres, en las luchas sindicales del central Constancia (hoy Abel Santamaría). Ingresó dos años después (1931) en el primer Partido Comunista. O tal vez más tarde, ya líder nacional azucarero y a la vez, educador de generaciones de dirigentes obreros.
Cuentan que, en cierta ocasión, el secretario general del sindicato de un central, tras obtener para los proletarios mejoras salariales, fue cesanteado en represalia por la patronal. Ante esta situación, acudió a Menéndez. Tras escucharlo pacientemente, le dijo. “Vienes a verme en lugar de convencer a los trabajadores para los que hiciste la reclamación. Ellos tienen que luchar por sus derechos, tienen que imponer tu reposición. Debes convencerlos de que tienen que llegar hasta el paro de la fábrica si no te reponen de inmediato”. El dirigente de base regresó al central. Los obreros acordaron ir a la huelga si no lo reponían dentro de un plazo fijado. La patronal dejó sin efecto el desplazamiento.
Solía relatar Jacinto Torras, su compañero de luchas, que Menéndez siempre estaba alerta ante las reacciones del enemigo. Cuando se discutía la cuota azucarera cubana en el mercado estadounidense, devino líder de la representación antillana y factor clave para llegar a un acuerdo en las negociaciones. Al concluir estas, el secretario de Agricultura de los Estados Unidos se deshizo en elogios. Ante tantas alabanzas del yanqui, el líder obrero, muy preocupado, le susurró a Torras: “¿Habremos metido la pata en algo?”.
Durante el mandato de Menéndez como máximo dirigente del sindicato nacional azucarero, hizo realidad algunas de las demandas históricas más anheladas de los trabajadores: el primer convenio colectivo de trabajo, la creación del retiro azucarero, la cláusula de garantía que viabilizó el pago del diferencial azucarero…
Jesús resultó electo representante a la Cámara en dos ocasiones: 1940 y 1946. Como parlamentario, solo podía ser detenido por acuerdo del Congreso. Y el 22 de enero de 1948 andaba desarmado. Según testimonio del entonces alcalde de Bayamo, quien recorrió la zona con él, “vestía una guayabera blanca y se le hubiera visto el arma”. Casi al llegar a la estación de Manzanillo, el capitán asesino lo conminó “Menéndez, tiene que acompañarme al cuartel”. “Lo siento, capitán, pero ya le dije que no puedo acompañarle”. Faltaban unos minutos para las 8:30 de la noche. Mientras el sicario se recostaba en la escalerilla y sacaba su pistola, el líder obrero caminaba unos pasos por el andén. Apenas un mes antes había cumplido 36 años.
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