Era un caserío paupérrimo, en lo más intrincado del monte, al que llamaban San Lorenzo. Por sus callejuelas de hierbazales y lodo transitaba Carlos Manuel de Céspedes los últimos días de su existencia. Como patriarca en su señorío, a cada paso lo saludaban los serranos, quienes le llamaban “el Presidente viejo”.
Cada mañana se enfrascaba en un duelo ajedrecístico con el único trebejista de la zona. Tras el frugal almuerzo, se iba para casa de una familia amiga donde le aguardaban una taza de café negro y humeante y una serranita de bellos ojos que le miraban con ternura.
Luego lo secuestraban los niños y él les enseñaba las letras, las cuatro tablas, lo que debía saberse de hombres ilustres, países remotos, plantas y peces.
En la chiquillada brillaba toda la gama de colores del etnos cubano, sin exclusiones, como era lógico suponer en alguien que, al convocar a la lucha al pueblo cubano, abogó por la abolición de la esclavitud y el sufragio universal, que igualaba al antiguo esclavo en deberes y derechos con el antiguo amo.
Ya presidente de la República de Cuba en Armas, decretó en 1870 la emancipación total de los esclavos, sin los subterfugios en que había caído el mambisado después de Guáimaro.
Por la independencia Céspedes había sacrificado hacienda y vida saludables. No estaba arruinado como erróneamente suponen algunos escritores y artistas de hoy día. La hipoteca del ingenio Demajagua, uno de los más rentables del Oriente cubano según Álvaro Reinoso, era para garantizar un préstamo con vistas a nuevas inversiones y no por deudas apremiantes. Ignoran ciertos ignorantes que la propiedad que más ganancia le rendía era la hacienda ganadera La Junta así como los tres corrales que tenía entre Manzanillo y Campechuela.
En sus fincas prefería la mano de obra libre a la esclava, como sucedía en Demajagua. A los esclavos que cuidaban sus corrales los dotó de rifle, caballo y perros, lo que causó consternación en las autoridades españolas. “¿Cómo usted va a armar a los negros?”. “¿Y cómo quiere usted que defiendan mi ganado de los perros jíbaros?”, se justificaba el bayamés. Después, en la guerra, la puntería adquirida en cazar jíbaros hizo estragos en las filas del ejército español.
No fue la justicia de un pueblo en armas sino la maldad de ciertos hombres lo que le desterró a San Lorenzo y le negó protección alguna, como merecía una personalidad de su renombre. Incluso en Bijagual, cuando su deposición como presidente, no mayoreó el patriotismo, sino el rencor y la animadversión, apoyados por fusiles y machetes de soldados manipulados e ingenuos. Según el historiador Rafael Acosta de Arriba, “hubo ilegalidad, el quórum mínimo aprobado por la constitución y la ley electoral era de nueve, cuando Salvador Cisneros Betancourt, un poco aparentando escrúpulos, cierto pudor, se retira de la votación y el grupo de la cámara que está reunido para deponer a Céspedes se queda sin quórum mínimo, ahí hay una violación. En segundo lugar el sucesor legal era el vicepresidente de la república, Aguilera, que estaba en misiones en Nueva York, y no Cisneros, como sucedió”.
“Legal no fue, desde el punto de vista ético”, apunta Eusebio Leal, quien además señala: “El acto virtuoso, extraordinario de su parte, lo que convierte a Céspedes en el padre de verdad, es haber aceptado ese veredicto, porque como abogado tenía un apego al concepto de la ley y a la autoridad, a la constitución que él había reconocido”. Aunque también, preocupado por la ya tan resquebrajada unidad entre los independentistas, prefirió que fueran injustos con él antes que crear un cisma en el campo mambí, como hubiera pasado si él hubiera hecho resistencia al dictamen de la Cámara. Pero en definitiva el cisma se produjo.
Después de Bijagual y sobre todo, de su caída en combate en San Lorenzo, el 27 de febrero de 1874, solo con seis tiros de revolver contra una tropa enemiga, todo fue un desastre para la insurrección. En Lagunas de Varona comenzaron a verse las consecuencias del dislate cometido, cuando a Cisneros le pagaron con la misma moneda que al Padre de la Patria. Las indisciplinas crecieron: los villareños se negaron a recibir órdenes de Máximo Gómez ni de ningún otro oriental, en Santa Rita afloró de nuevo la sedición. Y al final, el desastre mayor: el Zanjón.
La estatura de Céspedes, entretanto, creció: su espíritu intransigente estuvo presente en Baraguá cuando Antonio Maceo desplegó las dos banderas enarboladas en el ingenio Demajagua: la independencia de Cuba y la justicia social para todos, que en 1878 tenía que partir obligatoriamente de la abolición de la esclavitud. Su voluntad de vencer, en los memorables discursos de José Martí en Hardman Hall. Y está presente hoy, porque como él mismo predijera, “Cuba tiene que ser libre porque no puede ya volver a ser esclava”.
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