Hace ya algún tiempo sugerí a Elier Ramírez
este discurso de Carlos Rafael Rodríguez en el VI Congreso de la UNEAC,
efectuado en enero de 1988. Gracias a Elier, que me avisa hoy lo ha
publicado en su blog Dialogar dialogar,
por sacarlo del papel y traerlo a la Internet. Es también un homenaje a
ese consecuente y brillante intelectual comunista que merece ser más
leído en nuestros días.
Regresamos con el recuerdo a aquellos
días, hace más de 26 años, en que la Revolución celebró su primer
Congreso Nacional de Escritores y Artistas.
¡Qué confusión tan maravillosa y creativa pero, a la vez, colmada de peligros la de entonces!
Coincidían en aquella época quienes
convertían el Evangelio en un instrumento de combate reaccionario y
otros, desesperadamente asidos al Dios que no querían abandonar y
hondamente atrapados, a la vez, por una Revolución que parecía
exigírselo. Confluían allí los que habían ido a la Sierra en busca de
una renovación en el marco burgués y se negaban a aceptar otra premisa
con quienes, llegados a la guerrilla sin comprender lo que era el
socialismo lo habían asimilado en pocos meses y se situaban ahora en la
posición intransigente de todo neófito. Escritores y artistas honestos
que trabajaron su obra casi en la soledad sin comprometerse con lo
prevaleciente, que siempre habían abominado, pero sin suscribir tampoco
la tesis de la izquierda, que les parecían ajenas e incomprensibles,
compartían sus aspiraciones –hasta ese día frustradas- de una cultura
distinta, libre y poderosa, con las de colegas, no menos afamados,
mílites en el marxismo-leninismo durante largos años de confrontaciones y
amarguras. Escritores, pintores, músicos, que no necesitaban demostrar
quiénes eran porque sus obras lo justificaban, compartían los asientos
del Congreso con otros hombres y mujeres que traían entre sus manos la
obra inédita y aspiraban a situarse en el ámbito cultural como un
resultado de la Revolución.
Así nació la UNEAC, en instantes en que, para recordar a Alfonso Reyes, habría que realizar, aún, “el deslinde”.
Poco después se marcharon los que
pretendían enfrentar a la Revolución y el Evangelio al que temporal y
oportunistamente se adscribieron. En la fuga dejaron abandonado el
Cristo en el que no creían. Los otros, los auténticos poseídos de la fe,
supieron darles a su Dios y a su Revolución lo que a cada uno debía
corresponderle. Ellos están aquí.
Los revolucionarios fortuitos y
convencionales y sus consocios, casi todos mediocres con solo uno que
otro escritor verdadero, se fueron a rumiar el rencor de no haber podido
agenciarse las posiciones que, sin merecer, ambicionaron. El sectarismo
quedó extirpado, como una mala hierba, y los neófitos volcados al
izquierdismo inmaduro, encontraron en definitiva el camino accidentado y
complejo de la participación revolucionaria.
La Revolución les dio enseguida a los
adultos –a quienes la falsa República condenara al retraso- la
ortografía y la gramática que les permitieron dar mejor forma a sus
ricos hallazgos literarios espontáneos.
De las aulas de nuestra Revolución
Educacional, en las que ya no quedaban afuera ni los ayer pobres y
desvalidos hijos de obreros y de abrumados campesinos, surgieron nuevos
literatos, pintores y músicos, que no necesitaban vender su alma al
diablo de la politiquería para conseguir una plaza en el Conservatorio o
en la Escuela de Arte.
Como símbolo del sitio que la Revolución
quería ubicar a la cultura, allí, en el lugar mismo en que la burguesía
había tenido su “club” aristocrático más exclusivo, a las cercas del
cual no permitían ni asomarse al negro curioso, se situaban las Escuelas
de Arte, malogradas arquitectónicamente algunas de ellas por quienes no
supieron subordinar la audacia de sus líneas a los requerimientos de la
enseñanza.
Así, en estos 27 años, los que soñaban
escribir o pintar, o componer, pero no habían podido quebrar el cerco de
la ignorancia formal y acceder a las escuelas, jóvenes o viejos,
tuvieron en la Revolución la oportunidad que anhelaron. Ella los nutrió
de los instrumentos culturales. A los que llevaban soterrado su talento
se lo sacó a la luz, y hoy están entre nosotros, con sus antiguos
colegas de antecedentes revolucionarios o aquellos que, sin tenerlos, no
los necesitaron, porque la Revolución no se los ha pedido y ha mirado
tan sólo a su obra y su actitud.
¿De qué hablar en este Congreso al que se
llega con el mismo enfebrecimiento con que arribamos al otro tres
décadas atrás y en el que se nos abren al examen tantos conflictos que
antes permanecían cerrados por la estulticia o por la inercia?
Estamos en el natalicio de Martí. Nos
encontramos en el rumbo hacia los 60 años del “Guerrillero” admirable.
Montaigne dijo alguna vez que el intelectual era heroico “hasta la
muerte exclusive”. Martí y el Che supieron ser heroicos incluida su
hermosa y desgarrada muerte. A ellos sí podemos considerarlos
intelectuales plenos, y ellos nos inducen a partir en nuestro examen del
intelectual de la Revolución y, desde luego, del artista y el músico.
Nos referimos, claro está, a aquellos a
quienes Gramsci llamó “intelectuales orgánicos”, y a los que denominó
con sagacidad “servidores de la superestructura”, lo que provoca de
inicio en los demás una cierta desconfianza que es necesario vencer.
Lenin descubrió el origen de esa reserva
instintiva de los trabajadores hacia los hombres del arte y la cultura
cuando aludió al “señoritismo intelectual” que afecta a la mayoría de
ellos y que él supo delimitar magistralmente en una cierta actitud de
superioridad respecto a los iletrados que se transparentaba, en medida
mayor o menor, aún en tierra como la nuestra.
Lo primero que habría que anotar es que
ese espíritu que tiende a separar a los protagonistas de la cultura de
los demás va siendo vencido entre nosotros. La obra de arte la realizan
hoy en buena parte hijos de obreros o gentes surgidas de una familia
campesina. Pero hemos de reconocer que, pese a eso, todavía no se ha
podido eliminar frente a los escritores y artistas cierta reticencia de
quienes pueblan las fábricas o cortan la caña. Lo sabe bien Tomás
Alvarez, intelectual del pueblo, antiguo trabajador del campo que no
quiere dejar de serlo; pero a quienes sus antiguos compañeros
consideran, por confesión propia “distinto”.
El acercamiento cada vez mayor de
intelectual y pueblo debe romper en definitiva esas barreras. Y para
conseguirlo es de suma importancia que los escritores y artistas cubanos
hayan comprendido cada vez más que están muy lejos de ser la
“conciencia crítica” de la sociedad. No lo han sido nunca. Cuando
Gramsci los califica como “servidores de la superestructura”, no olvida
el papel subalterno a que durante siglos estuvieron condenados, pese a
la rebeldía sutil de Sócrates o a individualismo desafiante de Miguel
Angel. El ascenso burgués concedió, sin duda, algunas ventajas y
permitió a intelectuales y artistas aparentes osadías pero los obligó a
hablar, siempre, a tono con las fuerzas dominantes que les dictaban el
tema o los condenaban a vivir al margen de la sociedad en un asilamiento
a veces espléndido pero no pocas veces sobrecogedor. Recordemos tan
solo a Verlaine o a Kafka.
No, la sociedad no tiene una conciencia
crítica predeterminada. Si en nuestra Cuba socialista algún grupo
pudiera reclamar ese papel, es el Partido; pero no lo hace. Porque el
Partido sabe demasiado bien que su fuerza rectora le viene de tener las
raíces enclavadas en los redaños de la clase obrera y de todos los
sectores del pueblo y que para convertirse en guía político e ideológico
debe respetar las actitudes críticas de aquéllos y recibirlas como su
acervo más importante.
Libre de las pretensiones de convertirse
en el reservorio crítico de la sociedad, enriquecidos por su modestia
histórica, nuestros escritores y artistas podrán acercarse más a ser
“testigos de la verdad”.
Nada más y nada menos que eso les
pediríamos que fuesen. Al proponérselo, quedarán libres de caer en ese
“discurso artístico-literario de tono apologético, y moralizante,
carente de búsquedas y de problematización, basado en fórmulas
rudimentarias de dudosa eficacia movilizativa” del que el Informe
Central ante el Congreso se quejaba como síntoma de los malos momentos
de nuestra cultura.
Porque es necesarios que nos entendamos.
La Revolución a que se llama a servir al escritor y al artista no es una
vía acotada en la que caben apologistas y acólitos.
Se ha mencionado con razón en este
Congreso un documento que tendrá ya para siempre valor permanente en
nuestras tareas de la cultura, las Palabras a los Intelectuales” de
Fidel. En aquella tarde, cuyo resplandor nos ilumina todavía, en medio
de dicterios subrepticios y de medias palabras deliberadas, se fue
abriendo paso la imagen necesaria de nuestra cultura de hoy de mañana.
Se repite con frecuencia la frase magistral: “Dentro de la Revolución,
todo: contra la Revolución nada”. En el debate sobre el Informe, se
analizó si a esa frase le correspondía una interpretación estrecha que
pone fuera de la Revolución a todos los que no pueden ser considerados
como revolucionarios. Me asocio al criterio expuesto por Roberto Fernández Retamar. Me atrevo a sostenerlo no sólo porque me correspondió el privilegio de estar junto a Fidel
en los momentos previos “un caso digno de tenerse muy en cuenta…un caso
representativo del género de escritores y de artistas que muestran una
disposición favorable hacia la Revolución y desean saber qué grado de
libertad tienen dentro de las condiciones revolucionarias para
expresarse de acuerdo con sus sentimientos”.a su discurso, en un
encuentro inolvidable con quienes entonces tenían la responsabilidad
orgánica de conducir nuestro trabajo cultural, sino porque la frase no
fue una expresión accidental, sino la culminación de un análisis en el
que queda muy claramente expresada la función abarcadora de la
Revolución en la cultura.
“La Revolución
–dijo en ese discurso Fidel un poco antes de pronunciar su histórica
definición- no puede renunciar a que todos los hombres y mujeres
honestos, sean o no escritores o artistas, marchen junto a ella. La
Revolución debe aspirar a que todo el que tenga dudas se convierta en
revolucionario. La Revolución debe tratar de ganar para sus ideas la
mayor parte del pueblo; la Revolución nunca debe renunciar a contar con
la mayoría del pueblo; a contar –concluyó- no sólo con los
revolucionarios sino con todos los ciudadanos honestos que, aunque no
tengan una actitud revolucionaria ante la vida, estén con ella.”
“Nadie ha supuesto nunca –dijo en aquella
tarde- que todos los hombres, o todos los escritores, o todos los
artistas, tengan que ser revolucionarios”.
Y señaló, con admirable precisión:
“La revolución sólo
debe renunciar a aquellos que sean incorregiblemente reaccionarios, que
sean incorregiblemente contrarrevolucionarios”.
Así fue, compañeros y compañeras,
recordémoslo, la respuesta de Fidel ante un escritor católico que había
preguntado si podía hacer una interpretación desde su punto de vista
idealista de un problema determinado. Fidel consideró esa inquietud como
“un caso digno de
tenerse muy en cuenta…un caso representativo del género de escritores y
de artistas que muestran una disposición favorable hacia la Revolución y
desean saber qué grado de libertad tienen dentro de las condiciones
revolucionarias para expresarse de acuerdo con sus sentimientos”.
Es bueno recordar no sólo la frase
definitoria sino sus antecedentes inmediatos, porque más de una vez en
el pasado se quiso interpretar aquélla por la vía estrecha para imponer
decisiones extemporáneas o criterios de capilla en nombre de la
Revolución y del Partido. El Partido nos guía, como un gran conductor
que sólo podrá cumplir sus tareas cimeras si toma en cuenta todos los
factores que componen nuestra sociedad y conforman nuestra realidad. De
la historia reciente los intelectuales y artistas han aprendido que no
deben ver al Partido como alguien detrás de un buró, en el Comité
Central, dictando directivas, bien intencionadas tal vez pero
inconsultas o esterilizadoras. Es mucho más que eso. Poseer el título de
militante es, para un escritor revolucionario, no sólo la prueba de que
ha aprendido a manejar el marxismo-leninismo como instrumento de
profundización y de amplitud al interpretar la vida sino el recuerdo de
modo permanente de que su conducta ejemplar no le ha dado nuevos
privilegios sino que le ha traído mayores responsabilidades. Pero no
poseer el carné del Partido está muy lejos de ser denigratorio. La
Revolución es mucha más amplia, mucha más heterogénea, mucho más
complicada que el Partido. En el turbión revolucionario caben todos los
que no están opuestos a nuestras aspiraciones, a nuestros postulados.
Siguiendo esa concepción fidelista, la Revolución Cubana podía decir
también que su divisa no es “los que no están con nosotros están contra
nosotros” sino aquella otra: “los que nos están contra nosotros están
con nosotros”.
No se trata, no, de mermar el significado
y el sentido que los intelectuales militantes del Partido adquieren en
el torrente de la intelectualidad. Muy lejos de ello. Recordando que ese
tipo de revolucionario “pone la Revolución por encima de todo lo
demás”, Fidel en aquella ardiente tarde puntualizó:
“El artista más
revolucionario sería aquel que estuviera dispuesto a sacrificar hasta su
propia vocación artística por la Revolución”.
La imagen de Rubén Martínez Villena, con su pureza diamantina, flotó en ese momento sobre nosotros.
Ese es, compañeras y compañeros, nuestro
punto de partida. El camino hacia el comunismo es menos fácil de lo que
nos parecía a algunos hace 50 años. Tenemos que transitarlo en la
diversidad y con la diversidad.
El primero de los Lineamientos que se le
han presentado al Congreso en el Informe define plenamente la
responsabilidad fundamental de los artistas y escritores, de los hombres
y mujeres de la cultura, en esta etapa. Se declara allí como
indispensable “fortalecer el papel de la cultura en la sociedad cubana
de hoy”.
Nada resulta más necesario. Hemos
realizado una hermosa, profunda, abarcadora, Revolución educacional,
pero nos falta incorporar a esa Revolución el ingrediente indispensable
de la cultura. No se trata –y estoy seguro de que ustedes me comprenden-
de atiborrar a nuestros estudiantes de referencias culturales, de
nombres de autores o referencias de obras. Eso no es la cultura, sino
tan sólo uno de los ingredientes culturales. La cultura es, ante todo,
una forma de vida. Cuando, ante el comportamiento de unos campesinos
españoles, Chesterton pudo decir: “¡Qué cultos son estos analfabetos¡”,
le daba a la cultura esa significación omnicomprensiva. Confesemos, es
una obligación revolucionaria, que todavía estamos lejos de lograr entre
nosotros como patrón de vida las formas culturales que corresponden a
nuestra sociedad socialista. Tenemos un pueblo cada vez más instruido,
pero todavía no tenemos un pueblo culto.
Yo recuerdo con amargura, hace pocos
años, haber asistido a un acto en el cual, después, después de escuchar
una charla magistral de nuestro siempre presente Nicolás Guillén,
el locutor anunció, para nuestra sorpresa: “Y ahora, compañeras,
comienza el acto cultural”. Y venía detrás un combo de segunda clase.
No se trata de reproducir la vieja y
falsa contraposición entre lo culto y lo popular sino de incorporar a lo
popular el sentido enriquecedor de lo culto. Se ha dicho con verdad que
cultura es todo lo que no es naturaleza. Pero la cultura de la
Revolución no puede ser una creación imperfecta. Varela, Luz, Martí,
Alejo, Juan Marinello, Portocarrero, fueron la cultura; Nicolás, Alicia,
Mariano, Leo, Roberto, son la cultura; Pablo y Silvio son también la
cultura, como los Irakere, Portillo de la Luz, José Antonio y Sandoval,
como la Danza Moderna o el Conjunto Folclórico. Pero que el bacalao
lleve o no lleve papa no es necesariamente la cultura a la que
aspiramos. Hay que atreverse a decirlo, si es que realmente queremos
como se proponen las resoluciones, “fortalecer el papel de la cultura en
el socialismo cubano de hoy”. Es bueno diferenciar lo popular auténtico
de la chabacanería con pretensiones de pueblo.
Se alega con frecuencia de que hay que
partir de nuestros niveles culturales. Correcto. Pero partir de ese
nivel no significa adaptarse a él, Lenin, que se nutría como nadie del
pueblo, y Fidel, leninista contemporáneo, han sabido tomar al pueblo
como punto de partida para una incesante proyección hacia arriba.
Sepámoslo hacer nosotros, librémonos de las excrecencias populistas.
Si algo se nos puede reprochar es no
haber sido lo necesariamente exigentes. Es una muestra de eso que suelo
denominar “resignación socialista” el no haber peleado lo suficiente por
introducir desde nuestra enseñanza primaria la educación artística de
nuestros niños y jóvenes. Si saber disparar un arma en nuestra Patria de
hoy es condición indispensable para todo ciudadano, esto no puede
conducirnos a olvidar apreciar a Degas o a Picasso, a Bethoven o a
Prokofiev, es también importante (APLAUSOS)
¿Por qué hemos de condenar a quienes
laboran voluntariamente en la microbrigada, o dan 120 horas de su tiempo
libre al esfuerzo común, a que tengan todavía que contemplar personajes
que recuerdan demasiado a los de “Crusellas” y “Palmolive”?, a pesar de
que reconozcamos los esfuerzos de la televisión por acercarse a la
cultura. Un pueblo como el nuestro, además de confirmar cada día que ama
a la Revolución, ha dejado atrás el analfabetismo y tiene una clase
obrera que en su conjunto aspira a cumplir los nueve grados de
educación, no merece ser alimentado espiritualmente con productos
adulterados. Tiene derecho a lo mejor, y estamos en la obligación de
proporcionárselo.
Se oye hablar de “cultura masiva”. Para
mí la cultura “masiva”, no es cultura. Yo creo en la cultura hacia las
masas, con las masas y para las masas. Son cosas distintas, aunque
luzcan semejantes.
Cabe que nos preguntemos si estamos ya en el camino de esa cultura, a la vez revolucionaria y abarcadora, a que aspiramos.
Creo que no debemos dudarlo.
Porque es cierto que –como aquí se ha
dicho- lo que nos han faltado no son las definiciones y las líneas de
política. Las empezamos a tener en ese discurso de Fidel de 1961, y las
encontramos, reforzadas por una experiencia de 16 años, en la Resolución
del I Congreso del Partido. De lo que hemos carecido es de la capacidad
para ponerlas en práctica. Ahora el Partido, impulsado por la
rectificación, que sitúa la conciencia política en el plano central de
sus preocupaciones, trabaja por transformar aquellas palabras rectoras
de entonces en una línea permanente de acción. Y ahora también el
Congreso de la UNEAC da a los escritores y artistas de nuestro país la
coherencia y la voz necesarias para dejar de ser una fuerza amorfa y
subalterna y convertirse en parte de esa gran batalla renovadora.
Los intelectuales cubanos no pueden
retrasarse. Les tocará, como a los demás, poner el ladrillo, mezclar la
arena, levantar así las viviendas, el consultorio del médico de la
familia, los círculos infantiles. Pero tienen además su propia,
específica, irrenunciable tarea que no pueden traicionar. Les
corresponde realizar la obra seria en lo literario, en lo musical, en lo
plástico, a la que el crecimiento revolucionario los conmina. Les toca,
por encima de eso, la hermosa y alta tarea de llevar esa obra, y las
obras de sus antecesores cubanos y no cubanos –porque la palabra
“extranjero” debe ser abolida de la cultura – a millones de hombres y
mujeres que esperan por ellas. Mientras haya galerías de arte sin
espectadores, mientras los niños no tengan acceso, por inercia de
quienes los educan, al museo; mientras Mozart siga siendo un buen
pretexto para la comedia musical de turno; mientras Pushkin y
Shakespeare resulten desconocidos para cientos de miles que los
disfrutarían si se les acercara a ellos, la misión de los promovedores
de la cultura no habrá terminado.
Nadie tiene derecho a esperar. A cada
cual le toca lo suyo. El Partido orienta, pero la UNEAC y sus miembros
tienen su órbita propia, y la inercia los hará culpables. No es momento
de querellas sino de conjunciones, pero si hay inmovilidad oficial las
armas de la crítica están ahí para usarlas. La Revolución, que condena
la pelea innecesaria, ha respaldado siempre la pelea justa, lo que
rechaza es la quietud pesimista (APLAUSOS).
Y si se quiere estar mejor preparado para
esa batalla, en que conjuntamente han de participar el Partido y la
UJC, los ministerios, los sindicatos, sin duda que la UNEAC debe
preocuparse más por la incorporación a ella de nuestra juventud
intelectual.
Creo que no tendré que jurar ante ustedes
que no tengo nada contra los viejos. Pero me asusta que en este
Congreso, en que los literatos y los artistas han logrado expresar su
combatividad, aunque sea a la manera pausada del gremio, apenas un 2% de
los participantes tenga menos de 30 años. Menos de 30 años tenía José
Martí cuando empezó su faena liberadora sin tregua; a Mella no le
permitieron llegar a los 30 años. Entre los firmantes de la “Protesta de
los 13”, muy pocos pasaban de los 25 años. No tenían 30 años los
editores de la “Revista Avance”, ni Nicolás Guillén cuando escribió
“Sóngoro Cosongo”. Con poco más de 20 años, Roa, José Antonio Portuondo,
Mirta Aguirre y otros se paseaban ya en las letras cubanas de su
tiempo. Y, para decirlo de una sola buena vez; el protagonista de “La
Historia me Absolverá”, ese Manifiesto de Montecristi de nuestra época,
no había rebasado, cuando se puso al frente de su pueblo, los 27 años
(APLAUSOS). Y aquí, entre 518 delegados, solo 9 no pasan de los 30 años.
Mal síntoma sería si ello se debiera a la
desconfianza; peor aun si se originara en la inmadurez. Creo que el
origen de esa ausencia está, más bien, en una falta de perspectiva.
Permítaseme una sola reflexión final.
En la Resolución se nos propone también
“el rechazo de toda desviación ética, política e ideológica, que
pretenda erosionar nuestra voluntad de luchar por el socialismo” y se
proclama la aspiración de estar “tan lejos del dogmatismo como del
liberalismo, tan lejos de la intolerancia como de la complacencia”.
Al llevarlo a la práctica, no debemos
olvidar sin embargo que, aunque el liberalismo es peligroso y la
complacencia inaceptable, más peligroso todavía, en el terreno de la
cultura y la ciencia, son la intolerancia y el dogmatismo (APLAUSOS).
Aquéllos no pueden penetrar –por su signo político- en nuestra unida y
fuerte Revolución. Pero si no vencemos el dogma nos corroerá y nos
cerrará el camino hacia la amplia y noble cultura del socialismo, en la
cual la del Hombre tiene que ser, como lo proclamaba Máximo Gorki, “una
hermosa palabra”.
Patria o Muerte (OVACIÓN)
Tomado del Periódico Granma, 29 de enero de 1988
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