El
asesinato hace 53 años del joven alfabetizador Manuel Ascunce y de su
alumno Pedro Lantigua clasifica como uno de los crímenes más abominables
cometidos por las bandas de alzados que plagaron el Escambray
TRINIDAD, Sancti Spíritus.—Días antes de ser ahorcado
junto al campesino Pedro Lantigua en un árbol de bienvestido de la
finca Palmarito —a unos 20 kilómetros de Trinidad—, Manuel Ascunce
había asumido personalmente los preparativos para festejar los 15 de la
única alumna que logró alfabetizar en estas lomas: Neysa Fernández.
Hasta la casa de los Colina, como llamaban en la zona al matrimonio integrado por Juan Fernández y Teresa Rojas, llegó el 8 de octubre Evelia Domenech, la madre del maestro, con todos los encargos que había previsto el organizador de la fiesta: ropa para los muchachos, zapatos para Neysa, vasos nuevos para sustituir los existentes, hechos con botellas recortadas, y un cake de helado que alborotó a la prole reunida.
En casa de los Colina, en la zona de Limones Cantero, Manuel había aprendido a armar la hamaca cuando las camas no alcanzaban, a cargar agua del pozo de brocal, a hacer sus necesidades nocturnas en un orinal para no aventurarse con peligrosas salidas a la letrina y hasta librar alguna que otra batalla a aguacatazo limpio con los hermanos de Neysa, que sabían atrincherarse como verdaderos guerreros en los gajos más altos de la mata.
En una de sus visitas a casa de los campesinos, la madre Evelia se percata de que su hijo, nacido en Sagua la Grande, pero desde muy chiquito radicado en La Habana, afrontaba dificultades para comer solo con la cuchara, como acostumbraban a hacerlo aquellos lugareños, y en voz baja sugiere traerle su juego de cubiertos en el próximo viaje, una idea que él rechazó con determinación ejemplar: “Mamá, ni se te ocurra, eso sería una humillación para esta gente”.
El 5 de noviembre en un acto celebrado en Condado firmó Manuel el certificado de su primera alumna y enseguida se fue a casa de los Lantigua, relativamente cerca, donde los hijos de Pedro lo recuerdan lo mismo cartilla en mano noche y día que jugando pelota, bañándose en el río o montando a caballo hasta el fatídico domingo 26 de noviembre de 1961.
Esa noche los hombres de Braulio Amador, Pedro González y Julio Emilio Carretero, de las más connotadas bandas de alzados que operaban en la zona, vestidos de verde olivo y simulando amistad, habían llegado hasta el patio mismo de la casa en busca del miliciano Pedro Lantigua.
—¿Qué pasa, Pedro, no nos conoces?, le dice uno de ellos al campesino, mientras otros aprovechan la sorpresa para quitarle su fusil M-52.
María de la Viña, compañera de Lantigua, contaría tiempo después que en esos momentos Manolito, diminutivo con el que ellos mimaban al maestro, se encontraba en el cuarto de la casa enseñando las primeras letras a su hijo Pedro, el mayor de los siete hermanos, pero que, enterado de la situación, no tardaría en salir y hacerle frente a los asaltantes.
Cuando los bandidos se dirigen groseramente al joven alfabetizador de apenas 16 años, que a esta hora incluso viste su uniforme, ella intenta hacerles creer que también es hijo suyo, pero el propio Manuel se encarga de sacarlos de la duda con una frase que, definitivamente, le reservaría un sitio en el martirologio de aquella causa.
—Yo soy el maestro.
Hasta la casa de los Colina, como llamaban en la zona al matrimonio integrado por Juan Fernández y Teresa Rojas, llegó el 8 de octubre Evelia Domenech, la madre del maestro, con todos los encargos que había previsto el organizador de la fiesta: ropa para los muchachos, zapatos para Neysa, vasos nuevos para sustituir los existentes, hechos con botellas recortadas, y un cake de helado que alborotó a la prole reunida.
En casa de los Colina, en la zona de Limones Cantero, Manuel había aprendido a armar la hamaca cuando las camas no alcanzaban, a cargar agua del pozo de brocal, a hacer sus necesidades nocturnas en un orinal para no aventurarse con peligrosas salidas a la letrina y hasta librar alguna que otra batalla a aguacatazo limpio con los hermanos de Neysa, que sabían atrincherarse como verdaderos guerreros en los gajos más altos de la mata.
En una de sus visitas a casa de los campesinos, la madre Evelia se percata de que su hijo, nacido en Sagua la Grande, pero desde muy chiquito radicado en La Habana, afrontaba dificultades para comer solo con la cuchara, como acostumbraban a hacerlo aquellos lugareños, y en voz baja sugiere traerle su juego de cubiertos en el próximo viaje, una idea que él rechazó con determinación ejemplar: “Mamá, ni se te ocurra, eso sería una humillación para esta gente”.
El 5 de noviembre en un acto celebrado en Condado firmó Manuel el certificado de su primera alumna y enseguida se fue a casa de los Lantigua, relativamente cerca, donde los hijos de Pedro lo recuerdan lo mismo cartilla en mano noche y día que jugando pelota, bañándose en el río o montando a caballo hasta el fatídico domingo 26 de noviembre de 1961.
Esa noche los hombres de Braulio Amador, Pedro González y Julio Emilio Carretero, de las más connotadas bandas de alzados que operaban en la zona, vestidos de verde olivo y simulando amistad, habían llegado hasta el patio mismo de la casa en busca del miliciano Pedro Lantigua.
—¿Qué pasa, Pedro, no nos conoces?, le dice uno de ellos al campesino, mientras otros aprovechan la sorpresa para quitarle su fusil M-52.
María de la Viña, compañera de Lantigua, contaría tiempo después que en esos momentos Manolito, diminutivo con el que ellos mimaban al maestro, se encontraba en el cuarto de la casa enseñando las primeras letras a su hijo Pedro, el mayor de los siete hermanos, pero que, enterado de la situación, no tardaría en salir y hacerle frente a los asaltantes.
Cuando los bandidos se dirigen groseramente al joven alfabetizador de apenas 16 años, que a esta hora incluso viste su uniforme, ella intenta hacerles creer que también es hijo suyo, pero el propio Manuel se encarga de sacarlos de la duda con una frase que, definitivamente, le reservaría un sitio en el martirologio de aquella causa.
—Yo soy el maestro.
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