Tras largos años de duro exilio, aquejada de dolencias físicas y espirituales, sin claudicar nunca ni dejar de hacer por su querida patria, el 7 de febrero de 1901 muere en Madrid, España, Ana Betancourt de Mora, mujer de excepcional trayectoria al servicio siempre de la lucha por la libertad de Cuba.
Concluida la guerra de independencia y establecida la nueva república, ya con 69 años de edad, la muerte, enmascarada en una fulminante bronconeumonía, la sorprende en los preparativos para regresar a la Isla amada, por cuyo incierto destino supo renunciar a una vida holgada en su natal Puerto Príncipe, hoy Camagüey.
Transcurridos 115 años de su fallecimiento, bien vale la pena aproximarse, una vez más, a la vida intensa, al accionar patriótico y, sobre todo, al pensamiento avanzado de una mujer que, con clara visión de su papel en la sociedad, denunció tabúes, prejuicios y actos de discriminación social contra su género.
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Ana María de la Soledad Betancourt Agramonte nace en la otrora villa principeña el 14 de diciembre de 1832, en el seno de una familia de la clase acaudalada criolla que le ofrece una instrucción propia de los cánones de la época: normas y rituales religiosos, música, costura, bordado, cocina y otros menesteres hogareños.
Sexta hija de Diego A. Betancourt y Gutiérrez y de Ángela Agramonte y Aróstegui, con el decursar del tiempo se convierte en “una bella muchacha de ojos negros y expresivos, fuerte espíritu, voz inalterable, de timbre dulce y severo a la vez, pero de una majestuosidad apreciable”.
Ante tales atributos no queda impasible ni el mismísimo Salvador Cisneros Betancourt: “Es Anita una de las mujeres más elegantes y cultas, llamada en la patria de los Agüero y Agramonte a figurar en la alta sociedad, no solo por las prendas con que la naturaleza la adorna, sino por su fino y amable trato social”.
De aquellos 22 años bien dispuestos queda prendado también un joven que, además de agraciado, talentoso y locuaz, es un patriota: Ignacio Mora de la Pera, quien la asume como esposa el 17 de agosto de 1854 y es, desde entonces, según palabras de la propia Ana, su maestro y mejor amigo.
Hombre de ideas avanzadas, quiere Ignacio que su amada no solo se ocupe de los quehaceres domésticos, como es de esperar, sino estimula en ella la avidez por encontrar nuevos horizontes culturales: estudia inglés y francés, aprende Gramática e Historia, y alimenta su espíritu con rica literatura universal.
Mora idolatra a la esposa apasionada y cariñosa, pero también a la compañera inteligente y cultivada, con quien puede compartir sus ideas políticas y liberales, así como sus sentimientos más puros de amor a la Patria, para juntos entregarse en cuerpo y alma al movimiento independentista en la comarca.
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Al producirse el levantamiento de los camagüeyanos en Las Clavellinas, el 4 de noviembre de 1868, Ignacio Mora está entre los patriotas que van a la manigua para secundar, casi un mes después, la clarinada insurreccional de Carlos Manuel de Céspedes en el ingenio La Demajagua.
Horas antes, en el momento de la siempre angustiosa despedida, mientras este le comenta la posibilidad latente de caer en la contienda, Ana le suplica a su adorado esposo: “Úneme a tu destino, empléame en algo, pues, como tú, deseo consagrarle mi vida a mi Patria”.
Así sucede desde entonces y para siempre. Ana Betancourt queda en casa, pero no para llevar una vida apacible:
Así sucede desde entonces y para siempre. Ana Betancourt queda en casa, pero no para llevar una vida apacible:
almacena armas y pertrechos de guerra, hospeda a emisarios de otras provincias, arenga con verbo vibrante a los lugareños y escribe proclamas que se distribuyen entre las tropas y la población.
Su hogar se convierte de esta manera en un “peligroso” centro de conspiración, desde donde se recoge información sobre el movimiento de las tropas españolas, se reciben y remiten comunicaciones al campo insurrecto y se ayuda a las familias de los que, dejándolo todo, parten a luchar por la libertad de Cuba.
Al conocer que se ha dictado en su contra una orden de detención por las autoridades españolas, ya con 34 años de edad, el 4 de diciembre de 1868 Ana abandona su ciudad natal para reunirse con el esposo y compartir juntos las vicisitudes de la manigua redentora y los martirios de la guerra.
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En marzo de 1869, tras cambiar varias veces de ubicación en la zona, el matrimonio se establece en Guáimaro, asentamiento donde pocos días después, entre el 10 y el 12 de abril, tiene lugar la Asamblea Constituyente de la República de Cuba en Armas y la investidura de Carlos Manuel de Céspedes como su presidente.
Es en ese escenario pueblerino, colmado de proyectos emancipadores, donde Ana Betancourt inscribe su nombre para siempre en la historia de Cuba: el 14 de abril pronuncia un apasionado discurso en el que defiende los derechos de la mujer y exige se le permita luchar por la libertad de su Patria.
En carta a su sobrino Gonzalo de Quesada, Ana Betancourt reseña lo sucedido: “Por la noche hablé en un meeting: pocas palabras se perdieron en el atronador ruido de los aplausos, creo que fueron poco más o menos las siguientes:
Ciudadanos: la mujer en el rincón oscuro y tranquilo del hogar esperaba paciente y resignada esta hora hermosa, en que una revolución nueva rompe su yugo y le desata las alas.
Ciudadanos: aquí todo era esclavo; la cuna, el color, el sexo. Vosotros queréis destruir la esclavitud de la cuna peleando hasta morir. Habéis destruido la esclavitud del color emancipando al siervo. Llegó el momento de libertar a la mujer”.
La propia Ana describe cómo el presidente de la nueva República en Armas recibe su discurso: “Carlos Manuel de Céspedes, haciendo alusión a estas palabras mías, dijo que yo me había ganado un lugar en la Historia, que el historiador cubano tendría que decir: una mujer, adelantándose a su siglo, pidió en Cuba la emancipación de la mujer”.
Años más tarde, al valorar los históricos acontecimientos de 1869 en Guáimaro, José Martí aquilata el desempeño de la ilustre camagüeyana:
“… la elocuencia es arenga, y en el noble tumulto, una mujer de oratoria vibrante, Ana Betancourt, anuncia que el fuego de la libertad y el ansia del martirio no calientan con más viveza el alma del hombre que la de la mujer cubana”.
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Ante la posibilidad de caer Guáimaro en manos de los españoles, sus pobladores deciden incendiarlo. Junto con su esposo, Ana abandona el lugar y continúa su vida en el campo insurrecto hasta el 9 de julio de 1871 en que, estando en la zona de Najasa, son sorprendidos por una guerrilla enemiga.
Gracias a un hábil ardid, logra que el Coronel Mora escape y salve la vida, pero ella cae prisionera de los españoles, quienes intentan más de una vez reducir su espíritu de rebeldía con daños físicos y síquicos, mientras la conminan a que le escriba al esposo pidiéndole la rendición.
Enferma de reuma a causa de la dura vida en el campo y la influencia de la intemperie, su enérgica respuesta no se hace esperar: “Prefiero ser la viuda de un hombre de honor a ser la esposa de un hombre sin dignidad y mancillado”.
Se suceden luego largos años de andar errante por diferentes países: Estados Unidos, Jamaica, México, El Salvador, España… en exilio forzado donde tiene que soportar toda clase de privaciones y dolores, incluso la fatal noticia de la muerte del compañero de su vida, el Coronel mambí Ignacio Mora, el 14 de octubre de 1875.
Pese a todos los percances, nunca deja de conspirar y combatir por la independencia de Cuba: ofrece ayuda a los patriotas deportados, transcribe el diario de su esposo, realiza apuntes biográficos sobre combatientes de la Guerra Grande y entrega los pocos fondos de que dispone para la gesta libertaria de 1895.
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Por gestiones del gobierno cubano, las cenizas de Ana Betancourt de Mora regresan definitivamente a la Patria en 1968 y son depositadas en el panteón de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de la necrópolis de Colón, en La Habana, al conmemorarse el Centenario de la Guerra de los Diez Años.
Más de una década después, el 10 de abril de 1982, en ocasión de conmemorarse al aniversario 113 de la Asamblea de Guáimaro, los restos de la insigne patriota se trasladan al mausoleo erigido a su memoria en esa localidad, devenido hermoso complejo monumental donde por siempre vibra su voz.
Se rinde permanente tributo así a una mujer fiel a sus principios, de indiscutible proyección universal, que a pesar de las presiones y vicisitudes a las cuales se vio sometida hasta el mismo momento de su muerte, no renunció ni por un instante a sus más preciados ideales de libertad.
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