Los días 16 y 17 de agosto de 1925, ya bajo el gobierno de Machado, se produjo un gran suceso en la vida política del país: se reunieron 18 personas, en representación de todos los comunistas de la Isla, para celebrar su primer congreso. Julio Antonio Mella participaba en la reunión portando, junto con
Alejandro Barreiro, además de la representación de la Agrupación Comunista de La Habana, la de Manzanillo. En las discusiones de los dos días, luego de debates que revelaron los conocimientos rudimentarios del marxismo de los comunistas cubanos y hasta las influencias anarquistas que en ellos había —pero también en el caso de Mella la profundidad de sus criterios y rápida capacidad de orientar su rumbo—, se proclamó la creación del Partido Comunista cubano y se acordó solicitar su adhesión como una sección a la Tercera Internacional, la KOMINTERN. El 18 se eligió el comité central del Partido y se designó al maestro canario José Miguel Pérez, como secretario central. Mella quedó como secretario de propaganda.
El 31 de agosto el jefe de la policía judicial, Alfonso Fors, allanó el Centro Obrero de la calle Zulueta y con los documentos que ocupó presentó una acusación en el juzgado de Instrucción de La Habana, por la cual se inició la causa 1361 de 1925, por conspiración para la sedición, y el 7 de septiembre se dictó el procesamiento contra varios militantes comunistas, entre ellos Mella, Baliño y Alejandro Barreiro, y también contra líderes sindicales de otra filiación, como Alfredo López y Antonio Penichet. Pero, el proceso no prosperó de la forma esperada por el gobierno, pues el juez les señaló fianza a los encausados, lo cual les permitió salir en libertad. Según El Heraldo, Mella tuvo que pagar 1 000 pesos de fianza.
Sospechosamente, la madrugada del 16 al 17 de septiembre estallaron tres petardos, dos cerca de las residencias respectivas de Alfredo O. Cebeiro y Emeterio Zorrilla, propietarios de la cervecería La Polar, y un tercero en las inmediaciones del teatro Payret. Los patronos hicieron denuncias contra los dirigentes del Sindicato de la Industria Fabril y de la Unión de Vendedores de La Habana, y también contra los “directores del Partido Comunista” y entre los enumerados estuvo por supuesto, Mella.
Entonces el gobierno preparó la reedición de la orden de prisión por la causa 1361, de 1925. Para esto el 10 de noviembre, el juez de instrucción abrió la causa 1439, que adicionaría a la primera acusación de conspiración para la sedición la de infracción de la ley de explosivos; es decir, ahora se le echaba mano a los famosos petardos de septiembre, a todas luces una provocación policíaca. Como lo revelaba el propio auto de procesamiento, el propósito gubernamental era recluir en la cárcel a todos los componentes del titulado Partido Comunista de Cuba —y entendía por estos no solo a los propiamente comunistas, sino también a los anarcosindicalistas y otros líderes sindicales sin filiación definida—, pues la zafra se acercaba. Los procesados serían excluidos de fianza.
Por fin, la noche del 27 de noviembre el propio Fors, bajo la supervisión estrecha de Zayas Bazán, el secretario de Gobernación, dirigió las detenciones sobre todo en el Centro Obrero de Zulueta, local de la Federación Obrera de La Habana (FOH). Allí fue apresado Mella. Según el propio testimonio de este, a las dos de la madrugada la policía lo separó de otros detenidos, como Baliño, Alfredo López y Antonio Penichet, con el propósito evidente de asesinarlo, pero por causas fortuitas no pudieron lograrlo. Obviamente, la prisión de Mella y su eventual asesinato tenían un doble objetivo: separarlo del curso de los acontecimientos en la Universidad y sacar de circulación de entre las filas obreras al agitador comunista. Mella era ya, sin dudas, considerado por el gobierno como su más peligroso enemigo y quien posiblemente conocía mejor sus entrañas.
Mella pronto convirtió la prisión en un anexo de la Universidad Popular José Martí, fundada por él, y en tribuna para combatir al imperialismo yanqui y a su perro fiel Machado. También volvió al problema de la necesidad de la unidad latinoamericana. Así lo afirmó en su trabajo Hacia la internacional americana, que rubricó el 2 de diciembre. Y el 5 de diciembre Mella, dentro de su impotencia como prisionero, decidió lanzarse a una guerra en toda la línea contra el gobierno de la única forma en que le era posible: declararse en huelga de hambre ante la arbitrariedad cometida, la acusación injusta y el
proceso fraudulento montado, y por su libertad y la de sus compañeros.
proceso fraudulento montado, y por su libertad y la de sus compañeros.
Al paso de los días, cuando dado su estado de salud, luego de un examen médico pedido por su abogado y una disposición del juez, lo llevaban de la cárcel a la Quinta de Dependientes, el 13 de diciembre; su entrañable compañero y maestro Alfredo López llegó junto a la camilla de la ambulancia y mientras le apretaba la mano bajo la frazada le deslizó un billete de cinco pesos que Mella trató de rechazar y López le respondió: “Tómalo y no seas bobo, no te dejes morir. Tenemos mucho que hacer y aún mucho que limpiar para triunfar. Come, chico”. A todas estas, un policía informó a la esposa de Mella, Oliva Zaldívar, que se pretendía envenenar a Mella por medio de una inyección. Olivín evitó el asesinato cuando se puso en contacto con Zayas Bazán, el secretario de Gobernación, camagüeyano igual que su familia, y amigo de esta, para que intercediera y no se llevara a cabo el crimen.
Pero el gesto de Mella no fue entendido para nada por sus propios compañeros del comité central ejecutivo (CCE) del Partido Comunista. Luego de salir de prisión, le siguieron un proceso duro, receloso, extremista. En una sentencia, firmada inicialmente por Ruiz Cortés, V. Félix, Alejandro Barreiro, Rosky y Peña Vilaboa, en que lo tacharon de individualista, indisciplinado, nexo personal con la burguesía y contra el CCE, oportunismo táctico, y falta de firme sentimiento de solidaridad, acordaron separar a Mella por tres meses de toda actividad pública, separación durante dos años del Partido, reconvención privada y pública. Hasta su cercano compañero Alfonso Bernal del Riesgo votó, como luego confesó, por la sanción. Mella explicó que cuando le transmitieron la instrucción de detener la huelga de hambre él no estaba en condiciones mentales de entender qué le decían. Pero a pesar de sus argumentos, fue separado de la organización. Este castigo sería revocado, tiempo después, por la Internacional Comunista.
El Partido podría haber argumentado lo que quisiera sobre la actitud tomada por Mella. Pero la verdad era una: este atalayaba más allá que todos ellos juntos cuál debía ser su conducta, y sabía que si bien su vida estaba en juego, tanto por la huelga como por los intentos de matarlo, cuando la palabra y el honor se ponían en juego el precio a pagar podía ser perderla. Si no se estaba dispuesto a enfrentar esa adversidad, entonces nunca se podría levantar la convicción y el apoyo de un pueblo que él estaba convencido que bien conducido estaba dispuesto a sanear una sociedad que todos consideraban corrompida. Pese a todos los esfuerzos del régimen por ocultar el gesto de Mella, la actitud tomada por el joven saltó los muros de la vieja prisión colonial de Prado No. 1, y recorrería La Habana primero, la Isla después. Un Comité Pro Libertad de Mella en el que entre otros figuraban Leonardo Fernández Sánchez, Gustavo Aldereguía, Rubén Martínez Villena, Orosmán Viamontes, su abogado, un joven venezolano llamado Carlos Aponte —que un día pasaría junto a Guiteras a la historia—, y otros exiliados latinoamericanos, como los también venezolanos Gustavo y Eduardo Machado, Salvador de la Plaza, Bartolomé Ferrer y José A. Silva Márquez, cuidaron con celo la puerta de la habitación de la clínica, del Centro de Dependientes. Por igual, los peruanos Jacobo Hurwitz y Luis F. Bustamante lucharon afanosamente por hacer conocer la gesta que protagonizaba Mella. Viamontes, el abogado de Mella, alertó a los venezolanos y peruanos de las consecuencias que podría traerles su defensa pública del líder cubano, y Eduardo Machado, uno de los venezolanos, respondió: “Si Mella está arriesgando su vida, nosotros no podemos hacer menos”.
Entretanto Mella sufría los efectos de la autofagia, y luchaba contra la injusticia y por su libertad, el movimiento de solidaridad con Mella llegó a tal grado que a palacio comenzaron a llegar de todo el país protestas por el encarcelamiento del joven y peticiones de libertad para él. Un grupo de los más prestigiosos intelectuales cubanos, entre ellos Enrique José Varona, el general Eusebio Hernández, Fernando Ortiz, Emilio Roig de Leuchsenring, Juan Antiga y otros más jóvenes, pero ya de relieve, como Juan Marinello, Enrique Serpa y Rubén Martínez Villena, firmaron una carta abierta al presidente Machado en la que pedían la libertad de Mella.
La campaña por Mella se intensificó a grados tales que desde sindicatos hasta organizaciones, tales como el Club Rotario, el Femenino, o colegios profesionales, pedían su libertad, pero también grupos de representantes a la cámara y concejales de municipios. Por un hecho casual, Martínez Villena se enfrentó directamente con Machado en casa de Barraqué, el secretario de Justicia, a la que había concurrido junto a Alejandro Muñiz Vergara, “el capitán Nemo”, para hacer gestiones por la libertad de Mella. Al pedirle Muñiz Vergara a Machado que propiciara ponerle fianza a Mella, Machado reveló quién manejaba de verdad los hilos del aprisionamiento del joven. Mella era un comunista, afirmó, y le había tirado un manifiesto impreso en tinta roja, en el que lo menos que le decía era asesino. Martínez Villena se enfrentó a Machado y le dijo que al señalar (peyorativamente) que Mella era comunista no sabía de qué hablaba. Machado, furioso, iracundo, le respondió que sería así, pero que a él no le ponían rabo los estudiantes, los obreros, los veteranos, los patriotas, ni Mella, y ya perdidos los estribos al borde del paroxismo, a gritos, exclamó: “¡Y lo mato, coño, lo mato!”. Luego, en el bufete de Fernando Ortiz, Martínez Villena le comentaría a Pablo de la Torriente que había oído decir que Machado era un bruto, un salvaje, y que efectivamente lo era, “un bárbaro, un animal, una bestia”, y con un epíteto que trascendería la época, lo llamó “un asno con garras”.
La presión por la libertad de Mella llevó a que los propios padres de Machado, desde Santa Clara, le pidieran en un telegrama la libertad de Mella. El caso de Mella se hizo continental, los senados de México, Argentina y el cabildo de Buenos Aires solicitaron la libertad del líder; por igual lo hizo el presidente de México, Plutarco Elías Calles. En diversas ciudades del hemisferio hubo manifestaciones frente a las representaciones de Cuba.
El 23 de diciembre la presión sobre el Gobierno hizo que Machado, por trasmano, diera instrucciones de ponerle fianza a Mella. Ese mismo día, Nicanor Mella pagó la fianza de 1 000 pesos exigida a su hijo. El extraordinario líder de 22 años, después de perder 35 libras de peso, había triunfado frente a la
maquinaria gubernamental y su prestigio trascendía las fronteras de la Isla.
maquinaria gubernamental y su prestigio trascendía las fronteras de la Isla.
*Doctor en Ciencias, Profesor titular de Historia de Cuba, Universidad de La Habana, miembro de número de la Academia de la Historia de Cuba.
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