Antonio Álvarez Pitaluga • La Habana, Cuba
La identidad creada
En perspectiva de larga duración somos un pueblo relativamente joven. Cinco siglos y algo más de formación nacional es un tiempo histórico que nos permite afirmar que nuestra identidad aún se forma, entendida ella por el conjunto de rasgos socioculturales y sicológicos que nos identifica y diferencia como sujetos y pueblo. Sin embargo, nuestros caminos evolutivos tuvieron cursos un tanto diversos al de la media de América Latina, al menos hasta finales del siglo XIX. Esa singularidad nos distingue y une dentro de la identidad latinoamericana.
Al igual que casi todos los pueblos de América del sur tuvimos una metrópoli colonizadora común, España. Obligados a producir y exportar materias primas para el mercado mundial, estas fueron elaboradas por una gigantesca masa de hombres esclavos o en servidumbre. En Cuba la esclavitud africana de manera prematura sustituyó a los aborígenes en los trabajos forzosos, oficialmente desde 1526. De manera lenta pero sostenida, negros africanos, españoles y aborígenes fueron transculturando sus modos de vida, espiritualidades y maneras de entender y enfrentar las realidades sociales de la Isla.
Siglos después, el etnólogo e historiador Fernando Ortiz publicó Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar (1940), donde nos explica cómo se produjo el proceso cubano de transculturación.
La identidad dibujó los sentidos y rasgos de nuestra nacionalidad, complejo fenómeno cultural que cobró vida primero que la nación, algo que no ocurrió de igual modo en la mayoría de América Latina.
En este emblemático texto de las ciencias sociales latinoamericanas, Ortiz nos analiza la formación de la cubanidad desde una amplia perspectiva social. Diferente a la cubanía, el concepto de cubanidad alude una identidad nacional que nos identifica y a la vez diferencia frente a otros pueblos. Rechazaba así la existencia de un proceso de aculturación o culturación para explicar la identidad cubana. Para él, el joven pueblo cubano había transitado durante varios siglos desde varias culturas universales hacia su integración nacional, donde los componentes africanos y españoles se tornaron determinantes. Esa integración conformó una realidad sociocultural que hasta la época de Ortiz los grupos hegemónicos de la nación la aceptaban como un suceso histórico, pero no como un modelo cultural, menos aún, con la centralidad espiritual que tuvo en la evolución identitaria del país.
La identidad dibujó los sentidos y rasgos de nuestra nacionalidad, complejo fenómeno cultural que cobró vida primero que la nación, algo que no ocurrió de igual modo en la mayoría de América Latina. La formación de sus estados nacionales (1830-1870-1930) dieron paso a las actuales naciones latinoamericanas, posteriormente surgieron sus nacionalidades. En Cuba la nacionalidad surgió antes que la nación, debido inicialmente a las cíclicas oposiciones y contradicciones con la metrópoli española antes del ciclo independentista de 1868-1898; por ello, nuestra identidad comenzó a formarse sobre la base de oponerse y resistir a disímiles presiones exógenas.
Desde finales del siglo XVIII en los documentos de la época ya
podemos encontrar la palabra “cubano” para designar o referirse a los
habitantes de la Isla nacidos aquí, que compartían el terruño con
españoles, negros africanos y otros tipos de pobladores. La palabra
“cubano” tenía más de 60 años de uso cuando se produjo el primer
levantamiento independentista, el 10 de octubre
de 1868. Las guerras anticoloniales entre 1868 y 1898 cristalizaron la
nacionalidad y dieron paso a las bases del estado nacional. Al terminar
dicha centuria la integración nacional había fundido y dado paso
definitivo al pueblo cubano. Esta hibridación se produjo de manera tan
acentuada que hoy somos una sociedad sin los niveles tan dispares de
segregación social de otros países latinoamericanos.
El siglo XX en su etapa republicana (1902-1958) enfatizó un nacionalismo de notable proyección política. Nuestras experiencias capitalistas como país dependiente consolidaron aquella cubanía a base de decepciones periódicas, generadas durante los distintos gobiernos de turno.
La identidad que se moldea
La identidad cubana fue reformulada con la Revolución a partir de 1959; asumida esta última como el hecho cultural de mayor hondura subversora de las estructuras sociales de la nación, trastocando conductas públicas y privadas. Por décadas la Revolución ha politizado nuestra vida cotidiana, ha puesto a prueba nuestra capacidad de convertir el gesto heroico de la defensa del sistema social en una actividad diaria; modificó hábitos de vestir, comer, divertirnos y entretenernos, asunciones sexuales, conducirnos, en fin, de actuar e interpretar la realidad.
Los senderos recorridos en estas casi seis décadas han incidido en nuestra actual identidad, ejemplos encontramos por doquier: la épica de los 60 catalizó el nacionalismo político; las alianzas con el otrora Campo socialista y la Unión Soviética marcaron a toda una generación de cubanos con nombres de filiaciones eslavas y vivencias estudiantiles; la crisis de los 90 modificó de manera sustancial las maneras de vivir de los cubanos. Al compás de estos y otros muchos acontecimientos del devenir contemporáneo de Cuba, la identidad nacional, y de modo particular de los jóvenes, se ha ido moldeando.
Si bien envejecemos como tendencia demográfica hoy, somos un pueblo joven en la historia occidental que todavía enriquece su propia identidad. El peso que los jóvenes tienen en este proceso es determinante, constituye y será la fuerza centrífuga de tal fenómeno. La historia formó la identidad y generaciones de jóvenes hicieron una historia que conforma la memoria de nuestra identidad actual.
Al compás de estos y otros muchos acontecimientos del devenir contemporáneo de Cuba, la identidad nacional, y de modo particular de los jóvenes, se ha ido moldeando.
Jóvenes fueron los miembros de las dos generaciones de intelectuales románticos del siglo XIX, los estudiantes de medicina sacrificados injustamente en 1871, muchos de los iniciadores y la abrumadora mayoría de los combatientes independentistas, los revolucionarios de los años 30 del siglo XX y los desafiantes rebeldes de la Sierra Maestra. Ellos vistieron según las modas de sus épocas, se peinaban acorde a estilos de antaño, hablaron con las frases, palabras y valores de sus tiempos, bailaron con la música más moderna de entonces, se enamoraron desde sus códigos epocales, todo ello acompañado de los artefactos y tecnologías que les fueron accesibles y necesarios en sus vidas cotidianas.
Ver entonces a los jóvenes de hoy en busca de tales modos y medios de vida, no es nada nuevo; a pesar de esto, frecuentemente se les critica por muchas de estas búsquedas o aspiraciones. Si se asumen racionalmente las modas tecnológicas, de vestir y hablar no deben preocuparnos tanto como las ideológicas y de pensamiento. Contrario a las primeras, las últimas pueden poner en riesgo la identidad nacional y juvenil. Las modas o modelos ideológicos con orígenes en los centros de poderes internacionales, muchas veces atentan contra la memoria histórica de las naciones pequeñas y pobres. La desmemoria es un recurso cultural del capital internacional para perforar los nacionalismos de los países periféricos en aras de la apropiación de sus economías y uniformarlas en función de sus ventas transnacionales, desde un automóvil hasta un cepillo de diente. Por tanto, la memoria histórica es un asidero indispensable para la supervivencia y continuidad de la identidad cubana; si no se tiene conciencia de ello, nuestra actual identidad no sobrevivirá a su propia historia. Sería vista con pena por los jóvenes y reemplazada por otra en función de elementos foráneos.
Nuestra cultura de resistencia nos da ese privilegiado nacionalismo
que configura nuestra esencia identitaria. Pero cuando hablo de cultura
de resistencia me refiero a la savia intelectual y vasta producción
artística-literaria y política que nos ofrece una interpretación
nacional y del mundo para resistir lo exógeno que nos presiona o
amenaza. Entender la cultura de resistencia como la de ciertos grupos o
sectores sociales frente a otros dentro de la misma sociedad, nos hace
prisioneros de una relación entre subordinador y subordinados que le
hace juego a los mecanismos tradicionales de la dominación de clases. De
lo que se trata es de entender la cultura de resistencia como una sola
entidad nacional.
La identidad del futuro
Ser joven es vivir el mejor momento de la existencia humana. Todas las fuerzas y posibilidades favorecen. Parecería que no hay nada imposible. Los jóvenes comuneros de París clamaban en 1871 a camisa quitada, “hagamos lo imposible posible”. Pero más allá de esa capacidad de derrotar y alcanzar todo, hay retos y peligros que acompañan siempre los desafíos de juventud. Los jóvenes cubanos no escapan a ellos.
Vestir, hablar y usar tecnologías de una manera irracional y desorientada puede ser un problema en la imagen identitaria del joven cubano. Querer dejar de ser uno (individuo cubano) para convertirse en el otro (individuo transnacionalizado) nos invisibilizaría como pueblo. Algunos se preocupan y alarman con razón por ciertos paradigmas extranjeros que contribuyen a esa metamorfosis identitaria. Pero otras fuerzas más poderosas aún pueden arrastrarnos hacia turbias mareas que remodificarían los sentidos de nuestra identidad. De modo paradójico tales fuerzas provienen del interior de la sociedad cubana actual. Así, aceptar lo anormal como normal se ha convertido en comprometida asunción de nuestro imaginario popular desde los años 90 del pasado siglo. De hecho, ciertos modelos marginales y conductas vulgares identifican a personajes y figuras de los medios de comunicación al punto de ser referentes juveniles. Otro ejemplo es la transmutación de la palabra robo por “lucha” o “luchar”, cuando esta última tiene sus orígenes sociales en la capacidad de resistencia nacional y sacrificio de los cubanos. Se trata de una mediocridad instalada en la sociedad desde diferentes tipos de visualidades y alcances que puede distorsionar seriamente lo que hoy entendemos por cubano.
más allá de esa capacidad de derrotar y alcanzar todo, hay retos y peligros que acompañan siempre los desafíos de juventud. Los jóvenes cubanos no escapan a ellos.
Si nos preguntamos qué tipo de ciudadanos queremos tener, qué tipo de jóvenes deseamos que formen nuestra futura nación, entonces debemos evitar y repeler determinados modelos conductuales y de pensamiento. Centrarnos solo en determinadas críticas a las apariencias juveniles pueden desviarnos de las esencias sociales.
La historia de Cuba demuestra que antes de 1959 la colonización mental e ideológica alcanzó niveles no desdeñables; también el racismo y varias exclusiones sociales sectorializaron al pueblo. La identidad se vio asediada por estas duras problemáticas. Como país dependiente y periférico nos endilgaron la imagen de un pueblo bailador, desmedido para las fiestas, sin constancia para la vida social y política.
Durante las últimas décadas de historia nacional, la sociedad y el sistema político han contribuido a dotar al cubano de un componente dramático y serio en su vida cotidiana y social. Junto con las duras dificultades del llamado Periodo Especial, esta asimilación sicológica tuvo su gestación y desarrollo desde la épica revolucionaria de los años 60. Por tanto no debe verse esta con un sentido de trajicidad clásica, sino como una contraposición a ese cubano libertino y desmedido que desde el discurso colonizador nos impusieron, reciclado hoy en la expresión Latin Lover.
La identidad cubana y en especial la de los jóvenes deberán continuar moldeándose desde las realidades nacionales e internacionales sin perder sus esencias y resistiendo toda colonización mental y cultural, es lógica social de cada devenir histórico nacional más allá de sus tiempos de inicios y duraciones.
Nuestra esencia identitaria fue sedimentada por una cultura que propició el profundo cambio de 1959, que a su vez convirtió la cultura en alma de la nación. Esa elevación bidireccional acrecentó los fundamentos identitarios nacionales, los mismos que hoy ya hacen la historia de su futuro.
En perspectiva de larga duración somos un pueblo relativamente joven. Cinco siglos y algo más de formación nacional es un tiempo histórico que nos permite afirmar que nuestra identidad aún se forma, entendida ella por el conjunto de rasgos socioculturales y sicológicos que nos identifica y diferencia como sujetos y pueblo. Sin embargo, nuestros caminos evolutivos tuvieron cursos un tanto diversos al de la media de América Latina, al menos hasta finales del siglo XIX. Esa singularidad nos distingue y une dentro de la identidad latinoamericana.
Al igual que casi todos los pueblos de América del sur tuvimos una metrópoli colonizadora común, España. Obligados a producir y exportar materias primas para el mercado mundial, estas fueron elaboradas por una gigantesca masa de hombres esclavos o en servidumbre. En Cuba la esclavitud africana de manera prematura sustituyó a los aborígenes en los trabajos forzosos, oficialmente desde 1526. De manera lenta pero sostenida, negros africanos, españoles y aborígenes fueron transculturando sus modos de vida, espiritualidades y maneras de entender y enfrentar las realidades sociales de la Isla.
La identidad dibujó los sentidos y rasgos de nuestra nacionalidad, complejo fenómeno cultural que cobró vida primero que la nación, algo que no ocurrió de igual modo en la mayoría de América Latina.
En este emblemático texto de las ciencias sociales latinoamericanas, Ortiz nos analiza la formación de la cubanidad desde una amplia perspectiva social. Diferente a la cubanía, el concepto de cubanidad alude una identidad nacional que nos identifica y a la vez diferencia frente a otros pueblos. Rechazaba así la existencia de un proceso de aculturación o culturación para explicar la identidad cubana. Para él, el joven pueblo cubano había transitado durante varios siglos desde varias culturas universales hacia su integración nacional, donde los componentes africanos y españoles se tornaron determinantes. Esa integración conformó una realidad sociocultural que hasta la época de Ortiz los grupos hegemónicos de la nación la aceptaban como un suceso histórico, pero no como un modelo cultural, menos aún, con la centralidad espiritual que tuvo en la evolución identitaria del país.
La identidad dibujó los sentidos y rasgos de nuestra nacionalidad, complejo fenómeno cultural que cobró vida primero que la nación, algo que no ocurrió de igual modo en la mayoría de América Latina. La formación de sus estados nacionales (1830-1870-1930) dieron paso a las actuales naciones latinoamericanas, posteriormente surgieron sus nacionalidades. En Cuba la nacionalidad surgió antes que la nación, debido inicialmente a las cíclicas oposiciones y contradicciones con la metrópoli española antes del ciclo independentista de 1868-1898; por ello, nuestra identidad comenzó a formarse sobre la base de oponerse y resistir a disímiles presiones exógenas.
El siglo XX en su etapa republicana (1902-1958) enfatizó un nacionalismo de notable proyección política. Nuestras experiencias capitalistas como país dependiente consolidaron aquella cubanía a base de decepciones periódicas, generadas durante los distintos gobiernos de turno.
La identidad que se moldea
La identidad cubana fue reformulada con la Revolución a partir de 1959; asumida esta última como el hecho cultural de mayor hondura subversora de las estructuras sociales de la nación, trastocando conductas públicas y privadas. Por décadas la Revolución ha politizado nuestra vida cotidiana, ha puesto a prueba nuestra capacidad de convertir el gesto heroico de la defensa del sistema social en una actividad diaria; modificó hábitos de vestir, comer, divertirnos y entretenernos, asunciones sexuales, conducirnos, en fin, de actuar e interpretar la realidad.
Los senderos recorridos en estas casi seis décadas han incidido en nuestra actual identidad, ejemplos encontramos por doquier: la épica de los 60 catalizó el nacionalismo político; las alianzas con el otrora Campo socialista y la Unión Soviética marcaron a toda una generación de cubanos con nombres de filiaciones eslavas y vivencias estudiantiles; la crisis de los 90 modificó de manera sustancial las maneras de vivir de los cubanos. Al compás de estos y otros muchos acontecimientos del devenir contemporáneo de Cuba, la identidad nacional, y de modo particular de los jóvenes, se ha ido moldeando.
Si bien envejecemos como tendencia demográfica hoy, somos un pueblo joven en la historia occidental que todavía enriquece su propia identidad. El peso que los jóvenes tienen en este proceso es determinante, constituye y será la fuerza centrífuga de tal fenómeno. La historia formó la identidad y generaciones de jóvenes hicieron una historia que conforma la memoria de nuestra identidad actual.
Al compás de estos y otros muchos acontecimientos del devenir contemporáneo de Cuba, la identidad nacional, y de modo particular de los jóvenes, se ha ido moldeando.
Jóvenes fueron los miembros de las dos generaciones de intelectuales románticos del siglo XIX, los estudiantes de medicina sacrificados injustamente en 1871, muchos de los iniciadores y la abrumadora mayoría de los combatientes independentistas, los revolucionarios de los años 30 del siglo XX y los desafiantes rebeldes de la Sierra Maestra. Ellos vistieron según las modas de sus épocas, se peinaban acorde a estilos de antaño, hablaron con las frases, palabras y valores de sus tiempos, bailaron con la música más moderna de entonces, se enamoraron desde sus códigos epocales, todo ello acompañado de los artefactos y tecnologías que les fueron accesibles y necesarios en sus vidas cotidianas.
Ver entonces a los jóvenes de hoy en busca de tales modos y medios de vida, no es nada nuevo; a pesar de esto, frecuentemente se les critica por muchas de estas búsquedas o aspiraciones. Si se asumen racionalmente las modas tecnológicas, de vestir y hablar no deben preocuparnos tanto como las ideológicas y de pensamiento. Contrario a las primeras, las últimas pueden poner en riesgo la identidad nacional y juvenil. Las modas o modelos ideológicos con orígenes en los centros de poderes internacionales, muchas veces atentan contra la memoria histórica de las naciones pequeñas y pobres. La desmemoria es un recurso cultural del capital internacional para perforar los nacionalismos de los países periféricos en aras de la apropiación de sus economías y uniformarlas en función de sus ventas transnacionales, desde un automóvil hasta un cepillo de diente. Por tanto, la memoria histórica es un asidero indispensable para la supervivencia y continuidad de la identidad cubana; si no se tiene conciencia de ello, nuestra actual identidad no sobrevivirá a su propia historia. Sería vista con pena por los jóvenes y reemplazada por otra en función de elementos foráneos.
La identidad del futuro
Ser joven es vivir el mejor momento de la existencia humana. Todas las fuerzas y posibilidades favorecen. Parecería que no hay nada imposible. Los jóvenes comuneros de París clamaban en 1871 a camisa quitada, “hagamos lo imposible posible”. Pero más allá de esa capacidad de derrotar y alcanzar todo, hay retos y peligros que acompañan siempre los desafíos de juventud. Los jóvenes cubanos no escapan a ellos.
Vestir, hablar y usar tecnologías de una manera irracional y desorientada puede ser un problema en la imagen identitaria del joven cubano. Querer dejar de ser uno (individuo cubano) para convertirse en el otro (individuo transnacionalizado) nos invisibilizaría como pueblo. Algunos se preocupan y alarman con razón por ciertos paradigmas extranjeros que contribuyen a esa metamorfosis identitaria. Pero otras fuerzas más poderosas aún pueden arrastrarnos hacia turbias mareas que remodificarían los sentidos de nuestra identidad. De modo paradójico tales fuerzas provienen del interior de la sociedad cubana actual. Así, aceptar lo anormal como normal se ha convertido en comprometida asunción de nuestro imaginario popular desde los años 90 del pasado siglo. De hecho, ciertos modelos marginales y conductas vulgares identifican a personajes y figuras de los medios de comunicación al punto de ser referentes juveniles. Otro ejemplo es la transmutación de la palabra robo por “lucha” o “luchar”, cuando esta última tiene sus orígenes sociales en la capacidad de resistencia nacional y sacrificio de los cubanos. Se trata de una mediocridad instalada en la sociedad desde diferentes tipos de visualidades y alcances que puede distorsionar seriamente lo que hoy entendemos por cubano.
más allá de esa capacidad de derrotar y alcanzar todo, hay retos y peligros que acompañan siempre los desafíos de juventud. Los jóvenes cubanos no escapan a ellos.
Si nos preguntamos qué tipo de ciudadanos queremos tener, qué tipo de jóvenes deseamos que formen nuestra futura nación, entonces debemos evitar y repeler determinados modelos conductuales y de pensamiento. Centrarnos solo en determinadas críticas a las apariencias juveniles pueden desviarnos de las esencias sociales.
La historia de Cuba demuestra que antes de 1959 la colonización mental e ideológica alcanzó niveles no desdeñables; también el racismo y varias exclusiones sociales sectorializaron al pueblo. La identidad se vio asediada por estas duras problemáticas. Como país dependiente y periférico nos endilgaron la imagen de un pueblo bailador, desmedido para las fiestas, sin constancia para la vida social y política.
Durante las últimas décadas de historia nacional, la sociedad y el sistema político han contribuido a dotar al cubano de un componente dramático y serio en su vida cotidiana y social. Junto con las duras dificultades del llamado Periodo Especial, esta asimilación sicológica tuvo su gestación y desarrollo desde la épica revolucionaria de los años 60. Por tanto no debe verse esta con un sentido de trajicidad clásica, sino como una contraposición a ese cubano libertino y desmedido que desde el discurso colonizador nos impusieron, reciclado hoy en la expresión Latin Lover.
La identidad cubana y en especial la de los jóvenes deberán continuar moldeándose desde las realidades nacionales e internacionales sin perder sus esencias y resistiendo toda colonización mental y cultural, es lógica social de cada devenir histórico nacional más allá de sus tiempos de inicios y duraciones.
Nuestra esencia identitaria fue sedimentada por una cultura que propició el profundo cambio de 1959, que a su vez convirtió la cultura en alma de la nación. Esa elevación bidireccional acrecentó los fundamentos identitarios nacionales, los mismos que hoy ya hacen la historia de su futuro.
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