Como cada sábado, la adolescente Nury Díaz Hernández espera la
llegada del padre. Esta vez con gran ansiedad y una petición a formular:
desea integrar las brigadas de alfabetizadores Conrado Benítez, creadas
en 1961 por la naciente revolución cubana.
Parada en el portal de su casa, teniendo como preámbulo la noche sin dormir en espera del amanecer, piensa en su padre, médico de profesión, quien realiza un único contacto afectivo: una visita semanal de diez o 15 minutos a la casa para entregar el dinero a la madre, que garantizara una buena educación en un colegio religioso privado y un ambiente cómodo.
Desde pequeña le impusieron nombrarlo “Doctor”, en algún momento supo de otra familia oficial, reconocida en el ámbito social de la ciudad de Santa Clara, de un gran prestigio alcanzado por el desempeño de una profesión y de un nombre conocido en la Cuba antes de 1959.
Su madre, la jefa de enfermeras de la clínica privada del padre, valientemente aceptó las reglas de una maternidad extramatrimonial. Debía manejar la discreción a cambio de seguridad y protección para su hija. En aquella sociedad hipócrita, a las mujeres transgresoras de la moral burguesa les colocaban el calificativo de “impuras” y a sus hijos el sobrenombre de “bastardos”.
Bajo esas condiciones, la madre supo enseñar la sensibilidad hacia cualquier ser humano; las relaciones de solidaridad sin importar clase social, color de la piel, sexo o religión; la valentía ante los obstáculos de la vida y el deseo de colaborar hacia el colectivo, sacrificando los intereses individuales.
La niña siguió muy de cerca los acontecimientos vividos en el país a partir del 1ro. de enero de 1959, admiró las epopeyas en la Sierra Maestra, aplaudió las medidas populares y los cambios generados por la Revolución.
Siguió atentamente aquel discurso del líder Fidel Castro, el 23 de enero de 1961, al dar a conocer el vil asesinato en las lomas del Escambray, del joven maestro voluntario Conrado Benítez, y la necesidad de formar un Ejército de Alfabetizadores, multiplicados en millones, que poblarían los lugares más apartados de Cuba con la meta de enseñar a leer y escribir.
Al enterarse de la existencia de las planillas en su secundaria básica, pidió la suya, aunque sus compañeras de aula en el colegio para señoritas hablaban de marcharse hacia Estados Unidos con sus padres y solo otras cuatro alumnas se interesaron en formar parte de los alfabetizadores, necesarios en el país en aquel Año de la Educación.
Al ser menor de edad, se exigió la firma de ambos padres. Su madre enseguida plasmó la suya y expuso no dar participación al padre porque no lo aprobaría y en definitiva no era un integrante del núcleo familiar. Una gran decepción sufrió Nury: no le aceptaron la planilla hasta ser firmada por el padre como garantía de un consentimiento compartido.
Por eso, esperó con ansias la mañana del sábado; por única vez en su vida, debía plantear algo importante al padre: la gran ilusión de emprender una batalla en difíciles condiciones, que mediría su resistencia ante los obs-táculos de una vida en áreas rurales.
La presencia del largo Cadillac color rojo intenso frente a la verja del jardín, la saca de sus pensamientos. Como nunca antes, sale corriendo a recibir al padre con una amplísima sonrisa y por poco hasta lo nombra “papá”.
Él muestra sorpresa y sonríe. Le da el usual beso para la ocasión e inmediatamente la joven pone ante sus ojos el documento. Le habla de su decisión de partir al campo a brindar sus conocimientos, concluye: “solo falta tu firma para que me dejen ser brigadista Conrado Benítez”.
A él no le importa el ruego de la hija, con la prepotencia del “padre-dueño-todopoderoso” aparta el papel de su presencia y sin dar tiempo ordena a la madre: “Tenla lista el lunes a las seis de la mañana, mi chofer vendrá a recogerla para viajar a Estados Unidos, aquí tengo su pasaje y sus documentos. Allá estará bajo la tutela de mi hija mayor y cursará la high school y los estudios universitarios. —de cara a la hija— ¡Y ni se te ocurra protestar porque esto está decidido!”.
Una violenta discusión interrumpe el momento. El tono subido de voz irradia hacia el exterior de la vivienda. Nury, en un impulso, arrebata el sobre ofrecido por el padre y lo hace pedacitos. Sin una lágrima en los ojos y llena de ira espeta: “Quédate con tu high school y tus Estados Unidos, las personas que no saben leer ni escribir están aquí y no allá”.
Con brusquedad, el padre agarra a la adolescente por los hombros y la sacude fuerte, entre gritos pronuncia la frase “¡mal agradecida!”. A partir de ahí enumeró cada centavo invertido desde su nacimiento con la finalidad de que fuera “alguien”, para la clase social burguesa.
Por último, dirigiéndose a su auto, grita en forma descompuesta: “Si el lunes, cuando mi chofer venga a recogerte sigues empecinada en esas estupideces, tu madre y tú olvídense que alguna vez yo existí en sus vidas. ¡Yo no tengo nada que ver con los comunistas!”.
Nury Díaz Hernández, con 13 años de edad, alfabetizó en Manaquitas, Santa Isabel de las Lajas, Cienfuegos.
Parada en el portal de su casa, teniendo como preámbulo la noche sin dormir en espera del amanecer, piensa en su padre, médico de profesión, quien realiza un único contacto afectivo: una visita semanal de diez o 15 minutos a la casa para entregar el dinero a la madre, que garantizara una buena educación en un colegio religioso privado y un ambiente cómodo.
Desde pequeña le impusieron nombrarlo “Doctor”, en algún momento supo de otra familia oficial, reconocida en el ámbito social de la ciudad de Santa Clara, de un gran prestigio alcanzado por el desempeño de una profesión y de un nombre conocido en la Cuba antes de 1959.
Su madre, la jefa de enfermeras de la clínica privada del padre, valientemente aceptó las reglas de una maternidad extramatrimonial. Debía manejar la discreción a cambio de seguridad y protección para su hija. En aquella sociedad hipócrita, a las mujeres transgresoras de la moral burguesa les colocaban el calificativo de “impuras” y a sus hijos el sobrenombre de “bastardos”.
Bajo esas condiciones, la madre supo enseñar la sensibilidad hacia cualquier ser humano; las relaciones de solidaridad sin importar clase social, color de la piel, sexo o religión; la valentía ante los obstáculos de la vida y el deseo de colaborar hacia el colectivo, sacrificando los intereses individuales.
La niña siguió muy de cerca los acontecimientos vividos en el país a partir del 1ro. de enero de 1959, admiró las epopeyas en la Sierra Maestra, aplaudió las medidas populares y los cambios generados por la Revolución.
Siguió atentamente aquel discurso del líder Fidel Castro, el 23 de enero de 1961, al dar a conocer el vil asesinato en las lomas del Escambray, del joven maestro voluntario Conrado Benítez, y la necesidad de formar un Ejército de Alfabetizadores, multiplicados en millones, que poblarían los lugares más apartados de Cuba con la meta de enseñar a leer y escribir.
Al enterarse de la existencia de las planillas en su secundaria básica, pidió la suya, aunque sus compañeras de aula en el colegio para señoritas hablaban de marcharse hacia Estados Unidos con sus padres y solo otras cuatro alumnas se interesaron en formar parte de los alfabetizadores, necesarios en el país en aquel Año de la Educación.
Al ser menor de edad, se exigió la firma de ambos padres. Su madre enseguida plasmó la suya y expuso no dar participación al padre porque no lo aprobaría y en definitiva no era un integrante del núcleo familiar. Una gran decepción sufrió Nury: no le aceptaron la planilla hasta ser firmada por el padre como garantía de un consentimiento compartido.
Por eso, esperó con ansias la mañana del sábado; por única vez en su vida, debía plantear algo importante al padre: la gran ilusión de emprender una batalla en difíciles condiciones, que mediría su resistencia ante los obs-táculos de una vida en áreas rurales.
La presencia del largo Cadillac color rojo intenso frente a la verja del jardín, la saca de sus pensamientos. Como nunca antes, sale corriendo a recibir al padre con una amplísima sonrisa y por poco hasta lo nombra “papá”.
Él muestra sorpresa y sonríe. Le da el usual beso para la ocasión e inmediatamente la joven pone ante sus ojos el documento. Le habla de su decisión de partir al campo a brindar sus conocimientos, concluye: “solo falta tu firma para que me dejen ser brigadista Conrado Benítez”.
A él no le importa el ruego de la hija, con la prepotencia del “padre-dueño-todopoderoso” aparta el papel de su presencia y sin dar tiempo ordena a la madre: “Tenla lista el lunes a las seis de la mañana, mi chofer vendrá a recogerla para viajar a Estados Unidos, aquí tengo su pasaje y sus documentos. Allá estará bajo la tutela de mi hija mayor y cursará la high school y los estudios universitarios. —de cara a la hija— ¡Y ni se te ocurra protestar porque esto está decidido!”.
Una violenta discusión interrumpe el momento. El tono subido de voz irradia hacia el exterior de la vivienda. Nury, en un impulso, arrebata el sobre ofrecido por el padre y lo hace pedacitos. Sin una lágrima en los ojos y llena de ira espeta: “Quédate con tu high school y tus Estados Unidos, las personas que no saben leer ni escribir están aquí y no allá”.
Con brusquedad, el padre agarra a la adolescente por los hombros y la sacude fuerte, entre gritos pronuncia la frase “¡mal agradecida!”. A partir de ahí enumeró cada centavo invertido desde su nacimiento con la finalidad de que fuera “alguien”, para la clase social burguesa.
Por último, dirigiéndose a su auto, grita en forma descompuesta: “Si el lunes, cuando mi chofer venga a recogerte sigues empecinada en esas estupideces, tu madre y tú olvídense que alguna vez yo existí en sus vidas. ¡Yo no tengo nada que ver con los comunistas!”.
Nury Díaz Hernández, con 13 años de edad, alfabetizó en Manaquitas, Santa Isabel de las Lajas, Cienfuegos.
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